sábado, 4 de septiembre de 2010

"UNA CARTA A ELIA", LO ULTIMO DE MARTIN SCORSESE (Informa EL PAÍS, desde el Festival de Venecia 2010)


En la película Buenos Muchachos de Martin Scorsese, el gangster interpretado por Robert De Niro (llamado Jimmy Conway) le dice al niño Henry Hill: "Nunca delates a nadie y mantén siempre la boca cerrada".
La "ley del silencio" u "omerta", que tanto obsesiona a Scorsese en sus películas, constituye un aspecto sustantivo en la vida y en la obra del gran Elia Kazan, su bienamado mentor. 
No se puede comprender la trascendencia ni el significado de la obra de Kazan; tampoco la idolatría y el repudio que despierta -proporcionalmente- su imágen pública en millones de personas en todo el mundo, sin procesar un componente biográfico: Elia Kazan delató a ocho colegas cineastas y guionistas en 1952, ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas del Congreso de los Estados Unidos. Para los historiadores, éste es un antecedente moralmente cuestionable en la vida del director de ascendencia griega.
Pero nada de ésto ha impedido a Martin Scorsese rendir hoy, en el marco del Festival Internacional de Cine de Venecia, su homenaje sentido, cinéfilo, a la figura y obra de Elia Kazan a través de su documental Una carta para Elia, que ha merecido una ovación cerrada.
Scorsese asocia el cine clásico, realista, de grandes dimensiones audiovisuales con éste maestro del teatro norteamericano (fundador del Actor´s Studios, junto a Lee Strasberg); iniciador de carreras portentosas como las de Marlon Brando, James Dean, Montgomery Clift, Karl Malden, Sal Mineo, Warren Beatty, Paul Newman, Rod Steiger, Lee Remick, Al Pacino y Robert De Niro; y realizador de cintas estupendas como Un tranvía llamado deseoUn rostro en la oscuridad, Al este del Paraíso, Viva Zapata!, Baby Doll, Nido de ratas, Río salvaje, Esplendor en la hierba, America America (su obra maestra), El compromiso, El último magnate, que llenan de gloria su trabajo.
Hoy se proyectaron también -dentro de la Competencia Oficial- lo nuevo de Francois Ozon y Kelly Reichardt.
Óscar Contreras Morales.-


Escribe Toni García, desde Venecia

En un sábado en que la programación prometía dos platos fuertes dentro de la competencia internacional,  el ganador moral ha resultado ser Martin Scorsese. A letter to Elia, el documental del director sobre la figura de Elia Kazan, ha dejado a François Ozon y a Kelly Reichardt retrasados, para ponerse a la cabeza del imaginario ránking cinéfilo que cada día se marca la prensa acreditada.

Scorsese abunda en su amor por el séptimo arte con la pericia de un veterano pero, sobre todo, con la sinceridad que concede hablar de alguien a quien el director italo-estadounidense considera maestro y mentor. Kazan, que regaló al Hollywood de los años dorados obras maestras del tamaño de Al este del Eden y Nido de ratas pagó caros sus devaneos con el lado oscuro de América al delatar a ocho compañeros que habían pertenecido al partido comunista. El incidente convirtió al delator en una especie de paria y hasta cuando se le hizo entrega del Oscar honorífico a toda una carrera, allá por 1999, el director recibió la repulsa del Sindicato de Guionistas de Hollywood que voto contra la decisión de otorgarle el premio.

Scorsese no juega a beatificar a Kazan, sino que afronta el tema con absoluta solvencia, dejando que las propias palabras del cineasta y sus respectivos silencios pongan al espectador en la equidistancia adecuada. Más allá de su lengua larga, dice Scorsese, Kazan era un director de cinco estrellas, un creador con mayúsculas. "Mi padre me decía que me metiera en mis propios asuntos, que nunca empezará ninguna discusión y que me alejara de las peleas", confiesa Kazan (que murió en 2003) en unas imágenes de archivo a cuenta de su formación como cineasta. De hecho, A letter to Elia (Una carta a Elia) es justamente eso, una carta pública, una confesión a corazón abierto donde el realizador de Buenos muchachos,
Toro salvaje o Taxi Driver mira a cámara y se rinde al talento de Kazan, seduce al espectador con una suerte de mirada fugaz a la carrera del hombre que puso a James Dean o a Marlon Brando en órbita.
Por el camino podemos lamentarnos de que con la decisión de Scorsese de dirigir películas hemos perdido a un actor maravilloso: su sencillez, en traje y corbata, ante un despacho más bien espartano, contrasta con el entusiasmo de sus palabras y lo estudiado de sus pasiones. No hay mejor profesor para aprender a amar el cine que las lecciones de este hombre, capaz de convertir un asunto personal e intransferible en una hora y cuarto de goce indescriptible. El larguísimo aplauso y las caras de satisfacción al final del pase en una sala abarrotada (más de 100 periodistas se han quedado fuera de la proyección en la Sala Grande del certamen) daban buena cuenta de ello. Hasta Elia Kazan, un tipo de rostro granítico, hubiera tenido que dar su sonrisa a torcer ante tamaño espectáculo.
El realizador francés François Ozon acudía al festival con muchas expectativas puestas en su último trabajo, Potiche. La película contaba con dos glorias del cine galo como Catherine Deneuve y Gerard Depardieu y un descomunal cameo de Sergi López al ritmo de Cucurrucucu Paloma de Julio Iglesias. Potiche es una fábula a medio camino entre la parodia y el cuento de hadas que retrata con sorna la lucha de clases que adorno el final de los años 70 en Francia. Deneuve interpreta a una burguesa con una vida aburrida de solemnidad que sofoca sus instintos escribiendo poemas de medio pelo, haciendo footing y cocinando para su ridículo marido, un señor que ordena y manda y al que no le chista nadie.
Cuando éste se pone enfermo y se decide que su mujer tome el mando de la empresa familiar la cosa dará un giro kafkiano (en realidad el primero de muchos). En realidad hay poco más: Depardieu parece estar a miles de kilómetros de allí en su papel de diputado comunista y lo demás son retazos de comedias mil veces vistas. La película divierte y hasta se disfruta en ocasiones, pero sorprende su presencia en la sección oficial de la Mostra siendo como es un producto liviano de sábado por la tarde... o igual es por eso. La Deneuve, para que conste, sigue teniendo su aquel.
El día lo ha liquidado una película con galones, Meek's cutoff, de la cineasta independiente Kelly Reichardt. La directora se mete en el western con voluntad neorrealista, más cerca del último experimento de Michael Winterbotton en el género que de los clásicos de John Ford o Howard Hawks para entendernos. Así, en algún lugar entre las fotografías de Ansel Adams y los cuadros de Olaf Wieghorst se esconde un paraje que Reichardt explora con suma cautela, dejándose llevar por el ritmo de una tierra huérfana de vida. En ese sendero sin camino viajan tres familias de pioneros buscando un lugar donde asentarse, guiados por un chiflado que en realidad es el más perdido de todos ellos. Con eso, un trabajo de cámara de chuparse los dedos y un descomunal póker de actores (Paul Dano, Will Patton, Michelle Williams y Bruce Greenwood) construye la realizadora una película notable, árida y movediza. Un filme interesante que apunta buenas maneras y que podría optar al palmarés si la competición sigue como hasta ahora.

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PRECIOSA CARTA DE SCORSESE, por Carlos Boyero
67ª Mostra de Venecia


El único momento en lo que llevamos de festival en el que he sentido que aparecía el gran cine ha sido paradójicamente en un documental que solo dura una hora. Así están las cosas. Se titula Una carta a Elia y viene firmado por Martin Scorsese y Kent Jones. Se supone que el egocentrismo de un genio como Scorsese le impondría que dedicara exclusivamente el tiempo a su propia obra, a encadenar películas que lleven su sello. Pero la memoria de Scorsese es tan agradecida y tan generosa que también se dedica a rendir memorables tributos y actos de amor mediante el formato del documental a las cosas que hicieron más feliz su vida. Homenajeó a músicos como Bob Dylan, los Rolling Stone y The Band. Su homenaje a los clásicos del cine norteamericano y del cine italiano también son memorables. Ahora vuelca su privilegiada mirada en un complejo individuo de Anatolia, escritor notable y extraordinario director de cine llamado Elia Kazan.
Scorsese se pregunta obsesivamente qué rasgos de carácter se precisan para ser un auténtico director de cine. En la personalidad de Kazan encuentra algunas respuestas. Y no olvida que su ídolo fue un turbio delator en la caza de brujas, que ayudó a causar la ruina, el desempleo, el destierro o la cárcel de bastantes de sus amigos y colegas profesionales. Pero también está convencido de que a raíz de esa felonía y del desgarro interior que le causó, nació su mejor cine.

En Scorsese pudo más la admiración que el moralismo y se prestó a entregarle al simultáneamente aplaudido y abucheado Kazan el Oscar a su obra que le concedió la Academia de Hollywood. Lo hizo para darle las gracias por las impagables sensaciones que el cine de este le provocó desde que era un niño, la vocación que le despertó para contar sus propias historias a través de una cámara.
El autor de Uno de los nuestros narra con lenguaje hermoso, lúcido, documentado y lírico las emociones, la identificación, la respuesta artística a muchas preguntas existenciales, el refugio mental que le proporcionaron cuando era un crío dos películas tituladas La ley del silencio y Al este del Edén. Años más tarde, Scorsese investigó cómo Kazan logró despertarle tantas sensaciones, su capacidad para extraer lo mejor de los actores, las herramientas de su arte, el proceso para montar unas imágenes y unos diálogos que fueron capaces de removerle el alma al Scorsese adolescente. Se conmueve y nos conmueve eligiendo miradas, secuencias, momentos, climas, personajes y conversaciones inmarchitables de esas dos películas. Por ejemplo: el desolado lamento en el taxi del perdedor Brando ante la perpetua traición del hermano mayor que debía haberle protegido, o los desesperados intentos de James Dean por demostrarle su amor a su puritano padre. También aparecen variados y emblemáticos momentos del cine de Kazan en los que aparecen todas sus esencias. Pero la lucidez de Scorsese dedica especial atención a dos obras maestras llamadas Río salvaje y América, América. La segunda era la preferida del propio Kazan. No es extraño. En ese atormentado inmigrante que deja tantas cosas en el camino para lograr su sueño de llegar a la Tierra Prometida y triunfar en ella, Kazan estaba hablando de sus entrañas. Y pocas veces se ha contado con tanta sutileza, elegancia e intensidad una historia de amor como la que viven Montgomery Clift y Lee Remick en Río salvaje. Scorsese hace justicia en esta preciosa carta al enorme talento y la dolorosa sensibilidad de un director tan poderoso como genuino.
Afortunadamente, dos comedias exhibidas en la sección oficial han logrado que aparecieran algunas risas en una Mostra con vocación de funeral. La italiana La pasión, centrada en un fracasado director de cine a quien le ofrecen montar la pasión de Cristo en un pueblo, tiene personajes pintorescos y gags bastante graciosos. Es un universo que te recuerda el tono de las primeras películas de Berlanga. La francesa Potiche, dirigida por Françoise Ozon, autor de la lamentable comedia 8 Mujeres, comienza alarmantemente con el mismo estilo cursi y envarado que esta, pero se va arreglando poco a poco y termina siendo una cínica y aceptable farsa.
Esas sonrisas nos alivian ligeramente de un inenarrable engendro ruso titulado Silent Souls, que cuenta el sombrío y psicoanalizable viaje que hacen dos hombres con el cadáver de la mujer de uno de ellos, y de otra cretinez francesa titulada Happy few, que retrata con insufrible monotonía los intercambios sexuales entre dos matrimonios que juegan a la liberación. Imagino que el asunto acaba mal, pero mi aburrimiento se sintió incapaz de constatarlo.

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EL PESO DE LA SOMBRA, por Roman Gubern

Como una sombra pegada al cuerpo, Elia Kazan arrastró desde 1952 el pegajoso episodio de sus delaciones políticas ante el Comité de Actividades Antiamericanas, efectuadas el 10 de abril de 1952. Ciertamente, en su declaración anterior, del 14 de enero, reconoció haber militado durante 19 meses en el Partido Comunista y se negó a citar nombres de sus antiguos camaradas, y esta confesión le colocó en una situación dificilísima, entre la presión de la industria y la amenaza de ser procesado por "desacato al Congreso", como lo sería más tarde su amigo y colaborador Arthur Miller. La comparecencia voluntaria de abril se produjo cuando acababa de estrenarse ¡Viva Zapata!, lo que le proporcionó un eficaz amortiguador ideológico ante el comité por su brillante escenificación del desencanto revolucionario. En esta ocasión dio los nombres de 15 personas, alguna fallecida y otras que ya habían abandonado el partido, como Clifford Odets y Paula Miller, convertida en esposa de Lee Strasberg.
El semillero comunista del mundo teatral norteamericano procedía del Group Theatre, creado en Nueva York en 1931 por Strasberg, Harold Clurman y Cheryl Crawford, y precursor del Actor's Studio. El clima de depresión económica y el entonces admirado modelo soviético se conjugaron para engrosar al partido con 12.000 miembros, más de los sectores intelectuales que de sindicalistas (su máximo se alcanzaría en 1944, con 80.000 miembros). Otto Katz, al servicio del trust Münzenberg, había llevado su mensaje hasta Hollywood, aunque nunca pretendió que la industria realizase películas revolucionarias, sino que sus profesionales simpatizaran con su causa. Éste era también el perfil de Kazan cuando ingresó en el partido en 1934, con la ventaja de que el teatro resultaba ideológicamente más permisivo que el cine. Cuando tuvo que explicar, mucho más tarde, por qué delató a sus ex camaradas, reconoció que se trató de un desquite personal contra las humillaciones que había sufrido, obligado a recitar autocríticas ante sus superiores por sus desviaciones ideológicas.
Ciertamente, la repugnancia hacia el estalinismo estuvo en la base de su ruptura, pero la razón personal fue su desquite contra unas personas que consideraba mediocres y que le daban órdenes. Aunque, al delatar a sus miembros al comité, hizo Kazan exactamente lo que hacía entonces el estalinismo: un ejercicio de policía ideológica, denunciando bajo amenazas a los disidentes del sistema político. Y, en este caso, al servicio de unos inquisidores que infringían el derecho constitucional a la libertad ideológica y de afiliación política. En 1973 confesaría a Michel Ciment que todavía abrigaba "sentimientos ambivalentes" hacia aquella actuación.
El desengaño de Emiliano Zapata fue el preámbulo de Fugitivos del terror rojo (1953), filme con el que fue absuelto públicamente por la Fox (productora que había iniciado el ciclo de la guerra fría en 1947 con El telón de acero, de William Wellman). Definió Kazan esta película a Jeffrey Young como "un purgante para mí". Tras este panfleto, La ley del silencio constituyó en 1954 una aportación mucho más sofisticada en la que Marlon Brando, disgustado por el comportamiento político del director, participó sólo para poder seguir sus sesiones de psicoanálisis en Nueva York, según explicó en sus memorias. La ley del silencio predicó, en los medios sindicales portuarios, la delación como deber cristiano, con una iconografía final del héroe-delator como Ecce homo y definido por Kazan en sus memorias como "un hombre que ha pecado y se ha redimido" (en la novela de Budd Schulberg en que se inspiró, el protagonista moría apuñalado). Arthur Miller le replicó con Panorama desde el puente (1955), drama protagonizado por un descargador de puerto italoamericano de Brooklyn.
La alargada sombra de su deslealtad personal, a medias por despecho y a medias por las amenazas institucionales, le acompañaría toda su vida, como demostraron las luces y sombras políticas, nada inocentes, entre las que se debatieron significativamente sus últimas películas: América, América (1963), sobre el mito de los orígenes; El compromiso (1969) y El último magnate (1976), sobre el sinsentido del american dream, y Los visitantes (1972), sobre el desgarro vietnamita.

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