sábado, 21 de mayo de 2011

EMILIO SALGARI Y FERNANDO SAVATER (Diario EL PAÍS)


Siempre he sentido gran admiración por quienes proclaman que su afición a la lectura se despertó a los siete años, cuando una tía les regaló La montaña mágica, para confirmarse a los nueve, cuando acabaron En busca del tiempo perdido.

Confieso que mi vocación tiene orígenes más modestos: me convirtieron en lector los relatos de aventuras y muy especialmente las novelas de Emilio Salgari, de cuyo suicidio se cumplieron en abril cien años.
Salgari nació en Verona, para después marchar a Génova y finalmente morir en Turín.
Quiso ser marino, pero dejó a medias su formación naútica y en toda su vida apenas hizo en barco unas pocas excursiones. Sin embargo, como periodista primero y como novelista después, ya nunca dejó de navegar.
En junco, en fragata, en bergantín, en galeón y en canoa, por el golfo de Bengala, el mar de la China o de las Antillas, por el río Orinoco y el Nilo, por el Ártico ...
Navegó ya toda su vida por el azul de los atlas y las ilustraciones coloreadas de las enciclopedias. Hay poetas de lo íntimo que escriben hacia adentro y poetas de lo exótico y remoto, que escriben hacia fuera y a lo lejos.
A esta última tripulación perteneció Salgari.
Casi desde sus comienzos como cronista y novelista, Salgari obtuvo un notable éxito de público. En sus últimos años, era el escritor con mejores ventas de Europa: algunas de sus ochenta y cuatro novelas superaron la cota hasta entonces desconocida de los cien mil ejemplares y tuvo multitud de imitadores, como Luigi Motta o sus propios hijos. Sin embargo, Salgari vivía acosado por la penuria, trabajando como un forzado de la pluma para editores que lo estafaban con impávida constancia. Fue esa explotación laboral, mientras luchaba por mantener a su mujer trastornada y a sus hijos pequeños, lo que finalmente lo empujó al suicidio. Esta solución trágica era la maldición de su estirpe, pues su padre se había suicidado también como luego hicieron dos de sus hijos. Pero en su caso, los que lo empujaron a la muerte fueron quienes le robaban impunemente el fruto de su trabajo. Un día se hartó, cogió uno de los yataganes modelo Sandokán que coleccionaba y se hizo el hara-kiri, no sin dejar una nota para sus verdugos: “A vosotros, que os habeis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación de las ganancias que os he proporcionado os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma”.
Tenía cuarenta y nueve años.
Leí en mi infancia mucho a Salgari en los pequeños volúmenes editados por Saturnino Calleja.
Los compraba en la librería Paternina, frente a mi casa en San Sebastián. Rebuscaba en la trastienda, tratando de hallar alguno para mí desconocido todavía, cosa cada vez más difícil.
Mi madre aguardaba para pagar ante el mostrador, repitiendo: “¡sólo uno! ¡no cojas más que uno!” Hace bastante más de medio siglo ... Y ya se ha borrado casi todo, empresas, amores, ilusiones. También argumentos y psicologías de libros sesudos que me recomendaron como imprescindibles.
Pero no olvido los mares y las selvas de Salgari, sus peligros y travesías que me educaron, sus tigres y sus árboles gigantescos en cuyo tronco hueco podía refugiarme. ¡Y la Montaña de Luz!



Por Fernando Savater
Fuente: El País

1 comentario: