sábado, 25 de junio de 2011

ERNESTO SÁBATO: EL CAMINO DE LA SOLEDAD (Diario EL PAÍS, España)


Ayer hubiera cumplido cien años. El escritor argentino Ernesto Sabato murió el pasado 30 de abril dejando tras de sí unos pocos, pero fundamentales, textos para la literatura en español. También el ejemplo de una postura moral y una personalidad retraída, alejada de las luces de la fama. DOCUMENTO: Páginas inéditas salvadas del fuego

http://www.elpais.com/articulo/portada/camino/soledad/elpepuculbab/20110625elpbabpor_1/Tes

Por Juan Cruz.-

Niebla en Buenos Aires la semana en que Ernesto Sabato hubiera cumplido cien años.
A él le gustaban los días soleados. Le dijo un día a Elvira González Fraga: "¡Cómo te puede gustar el otoño!".

Y, sin embargo, parecía que Sabato, el autor apesadumbrado de Sobre héroes y tumbas, era, iba a ser, un hombre para el otoño, o para el más oscuro invierno. Para los días grises que hay ahora sobre Buenos Aires, donde murió poco antes de ser centenario, el último 30 de abril.
Un hombre de otoño, o de invierno. En su autobiografía, Antes del fin, que apareció a finales de los años ochenta, Ernesto Sabato escribió: "De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: 'Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta".
¿Era, tan solo, ese ser de otoño? No, ni mucho menos. Elvira, que lo conoció en 1962 y que luego tomó contacto más continuado con él a partir de 1982, hasta que se convirtió en su compañera infatigable, tiene esa imagen del hombre apesadumbrado, pero también la evidencia de que Sabato apostaba por la vida, "disfrutaba de los gozos pequeños, aunque hubiera sombras grandes".
Pero en los libros, en las apariciones públicas, en lo que la gente veía del Sabato público persiste esa imagen del hombre verdaderamente abrumado por el desastre del mundo, que él abordó en sus libros, en sus discursos y en sus cuadros. Dejó de escribir, y empezó a dictar, en torno a 2004, aunque dejó de publicar novelas a partir de Abaddón el exterminador, que apareció en 1974, y ya no pintó más desde 2008, dos años antes de su muerte.
Hay un momento preciso en que dejó de sentirse capaz de competir, desde su edad, con los que eran más jóvenes. Fue en Lanzarote, adonde fue a visitar, con Elvira, a sus amigos José Saramago y Pilar del Río, en 2002, en uno de sus más largos viajes por España. Vio entonces a Saramago en plenitud, y él mismo se vio disminuido, acariciado ya por las temibles heridas de la edad. Desde ese momento ya Sabato dejó de ser para sí mismo el que había sido. Ya estaba junto a un muro sin puerta, verdaderamente.
Aun así, siguió pidiendo colores, y Elvira se los siguió dando, para pintar, que fue la ocupación más duradera entre las que animaron su vida. "Él apretaba el tubo de pintura, y que saliera el color ya era para él una fiesta". Siguió buscando lectura, y ella le leyó, "sin que él me lo pidiera", libros suyos, El túnel, Sobre héroes y tumbas, pero también algunos textos de sus autores favoritos: Juan Rulfo, Flaubert, Kafka, Stendhal, Dostoievski... En un tiempo había descubierto la actuación como una de las bellas artes que le animaban, "y hacía un espléndido Pedro Páramo, bordaba esa obra de Rulfo, le gustaba decirla, era Pedro Páramo en persona, brutal, no te lo podés creer...". Y hacía también de borracho, "hacía de Quijote, y de Sancho... Le fascinaba el final del Quijote, cuando Sancho Panza le explica al caballero que todo aquello por lo que luchaba no era la utopía sino la realidad".
¿Y cuando ella le leía sus textos qué pasaba? "Ah, se quedaba mirando, pensativo, mirando hacia la nada. Era la actitud de un chico extasiado ante un pensamiento que no dominaba, o quizá tenía el semblante de un herido de guerra".
Un hombre acosado que tenía miedo de su propia alegría. Su padre era descendiente de montañeses sicilianos, "acostumbrados", como explicaba el propio Sabato en sus memorias, "a las asperezas de la vida; en cambio mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa debió soportar las carencias con dignidad". Por decirlo rápido, esa procedencia educó a Sabato en la aspereza y en el rigor. Cuenta Elvira que cuando su novela más celebrada, Sobre héroes y tumbas, apareció en la lengua de los ancestros de su madre, el entonces joven novelista fue con la edición reciente a la casa de los padres. La madre apartó el libro escrito en albanés y pasó a hablarle de los problemas de sus tíos. Y, antes, cuando regresaba del colegio con notas sobresalientes, aquel padre de ascendencia siciliana firmaba sin ver el resultado del esfuerzo de Ernesto.
Matilde Kusminsky-Richter, la esposa de Sabato, madre de sus hijos Jorge (que fue ministro de Educación de Alfonsín, y murió en accidente en 1995) y Mario, cineasta, escribió una vez en una carta al escritor Carlos Catania, que la colocó en la introducción de su libro de conversaciones con Ernesto: "... Sabato es un hombre terriblemente conflictuado, inestable, depresivo, con una lúcida conciencia de su valer, influenciable ante lo negativo y tan ansioso de ternura y de cariño como podría serlo un niño abandonado. Esta necesidad casi patológica de ternura hace que comprenda y sienta de tal manera a los desvalidos y desamparados".
En sus libros autobiográficos, incluido el último, España en los diarios de mi vejez, que apareció en 2004, el propio Sabato avala lo que Matilde escribe a continuación en esa carta a Catania: "Pero también -y debo subrayar que cada vez menos- es arbitrario y violento, y hasta agresivo, aunque creo que estos defectos son producto de su impaciencia (...). Para escribir, para liberarse de sus obsesiones y traumas necesita verse rodeado de un muro de cariño, de comprensión y de ternura (...) ha sido desde niño un alma meditativa, un artista".
Tenía, en efecto, "un interior melancólico, pero al mismo tiempo rebelde y tumultuoso". Aflora esa intimidad en sus novelas, y en el espacio público; pero en la intimidad adoraba la música, la perfección de la belleza, el vino, las comidas contundentes a las que al final tuvo que renunciar para poder luchar por la vida, que se le prolongó casi hasta los cien años. Pero en ningún momento renunció a ese sentimiento de urgencia imperativa con la que se condujo ante el arte y ante la vida. "Todo debía ser urgente", cuenta Elvira, "hasta un vaso de vino. ¡Alcánzame un vaso de vino, es urgente!".
Como un niño junto a un muro sin puerta. Escribió Sabato: "La educación que recibimos (él era el décimo de once hermanos) dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu (...) La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía". Pero, como el padre, "debajo de la aspereza en el trato" Sabato mostraba "un corazón cándido y generoso".
Que afloraba cuando no había escritores alrededor. Se distanció de Jorge Luis Borges por motivos políticos (y bien que lo sintió Sabato, dice en sus memorias), pero volvieron a verse, esporádicamente, con distancia, e incluso compartieron un libro de conversaciones; y fue amigo hasta la muerte de José Saramago, que viajó "como en peregrinación" a Santos Lugares, la casa de Ernesto, y este fue con Elvira a verles a Pilar y a José en Lanzarote... Pero sus afinidades literarias eran clásicas y del pasado, y la vida no lo llevó por saraos o ferias. Su sentimiento de urgencia no lo convertían en un asistente cómodo a los festejos.
Pero sí se sentía cómodo en los pueblos o en su propia soledad, ante la pintura, con la música. Un día fue a Londres, una ciudad de Catamarca fundada en 1500. ¿Cómo puede llamarse Londres un sitio como este, que tiene su propia personalidad?, preguntó Sabato a un campesino que desconocía la existencia de Inglaterra. "¿Sabe usted, don Ernesto, de algún otro sitio donde haya londrinos?".
La vida literaria fue su objetivo pero también su horror, la buscó y huyó de ella con las mismas pasiones, a veces autodestructivas. ¿Quemó libros? Por lo menos, los descartó, no los hizo publicar, los quemó, pues, en cierto modo. Dejó de escribir novelas cuando su obra Abaddón el exterminador fue recibida con desdén por la crítica. Y el retraimiento lo hizo un hombre feliz con poco, y por tanto huraño con muchos. Le fascinaban las multitudes que le aclamaban (en España, por ejemplo) cuando ya era un mito artístico y político, sobre todo a raíz de su trabajo civil al frente de la comisión que estudió el horror con que los militares argentinos sometieron a este pueblo a un cruento e inolvidable invierno. Pero nunca recuperó la ilusión por el proyecto literario.
Elvira González Fraga dice que era un hombre de proyectos, los buscaba; estar con jóvenes, ayudarles a salir adelante desde la Fundación que ella dirige. Ese era un afán. ¿Los otros? Seguir viviendo. Nunca se dio por vencido, ni cuando empezó a padecer la afasia que le dejó sin habla dos años antes de morir. Sin habla pero con conciencia. Un día le pusieron las imágenes de Haití, aquel horror. Y él asistió desde su butaca inmóvil, con sus ojos asustados, como si tuviera urgencia por reclamar ayuda ante el desastre.
¿Era un hombre apesadumbrado? Sí, pero ese no era el único Sabato. "Él sentía que todo el mundo debía estar abrumado por lo que ocurría en la vida. Pero no estaba tan solo triste. Le gustaba la vida", dice Elvira, "y lo que más le gustaba era sentirse en su surco, feliz consigo mismo, y hablando con gente como aquella de Londres".
Él terminó la parte más rabiosamente autobiográfica de Antes del fin con estas palabras: "Quienes han unido a su actitud combatiente una grave preocupación espiritual; y, en la búsqueda desesperada del sentido, han creado obras cuya desnudez y desgarro es lo que siempre imaginé como única expresión para la verdad".
Fue su pasión, conseguir eso. Y aunque parecía un hombre llorando junto a un muro, la vida era su proyecto. Su amigo canario Óscar Domínguez le habló en el París surrealista del suicidio, cuando Sabato aun no había escrito Sobre héroes y tumbas. Y Ernesto le respondió a Óscar, que finalmente se suicidó: "No, Óscar, tengo otros proyectos".
Ese Sabato de los otros proyectos era el que se encerraba en su casa a escribir, a pintar, a escuchar música y a esperar que se fuera el otoño, esa estación triste que se parece más al semblante de un niño junto a un muro sin puerta que al proyecto que animaba al hombre que aquel niño hubiera querido ser.

Todos los libros citados de Sabato en este reportaje han sido publicados por Seix Barral.

viernes, 24 de junio de 2011

VOLVER AL CINE, por Carlos Boyero (Diario EL PAÍS, España)


Se puede discrepar con Carlos Boyero, el crítico de cine español del Diario El País; un personaje polémico, que no disipa su espíritu reaccionario y conservador frente a los cines minimalistas, formularios, emergentes. Boyero ha hecho de su columna semanal un "nido de ametralladora" que dispara a mansalva contra la crítica, los programadores, los festivales y los directores que "doran la píldora" a cintas recoletas, autistas, emancipadas, que destruyen los poderes mágicos de los géneros y las convenciones narrativas de probada eficacia.
Y, Carlos Boyero es también un gran argumentador, un buen escritor y un cinéfilo de aquellos.
Este pequeño texto aparecido hoy en el Suplemento Babelia, es una demostración palmaria de todo eso: es testimonial, construye una atmósfera, tiene poder evocador, es ensayístico y es muy crítico.
La programación de cine clásico -en soporte digital- en la cadena de cines Verdi de Madrid y Barcelona, es el principal pretexto.
Oscar Contreras Morales.-

http://www.elpais.com/articulo/portada/Volver/cine/elpepuculbab/20110625elpbabpor_58/Tes

Es probable que me engañe la memoria, que esta intente embellecer algo que solo era incómodo y sofocante, pero recuerdo los afortunadamente interminables veranos de la infancia no solo por ese mar del que nunca te cansabas sino también por los programas dobles de los cines. Los asocio con reestrenos, acompañados del inenarrable No-Do, en salas que aún desconocían el aire acondicionado (o que en sus afanes ahorrativos las convertían impunemente en saunas), con olores que combinaban sudor, ozonopino, pipas, altramuces, garbanzos salados, zotal y la mareante colonia Varon Dandy. A pesar de ambiente tan primitivo y subdesarrollado, no concebías que pudiera existir otro lugar que donara una felicidad comparable a la que sentías allí. Podías repetir la visión de esas películas por el mismo precio, entrar en el cine a las cuatro de la tarde y abandonarlo a las diez de la noche y si tenías suerte, o tus padres eran cinéfilos, que empalmaras esa sesión con la película que proyectaba el cine de verano. Si no te enganchaba lo que veías en la pantalla, tenías opciones tan líricas y relajantes como mirar la luna y las estrellas. Estoy seguro de que en aquella época todavía podían divisarse desde las ciudades las estrellas en el cielo.

Imagino que en aquellos programas estivales había de todo, que convivían las obras maestras (juro que vi en programa doble durante varios días Misión de audaces y El hombre que sabía demasiado cuando no sabía que las películas las hacían los directores, ignoraba quiénes eran John Ford y Alfred Hitchcock, pero tenía claro que era formidable ser John Wayne, William Holden y James Stewart y apasionante luchar en la Guerra de Secesión y recobrar al hijo que te han secuestrado en Marrakech) con las películas bonitas, las mediocridades y lo aberrante, pero era maravilloso estar de vacaciones y practicar ese ritual consistente en ir continuamente al cine.
Desde hace lacerante tiempo el gran público ya no va al cine en días laborables ni en verano, ni en invierno, ni en otoño, ni en primavera. Como mucho, algún fin de semana. Y preferentemente, en lugares situados en las grandes superficies. El concepto de cine de barrio empieza a ser una reliquia del pasado. También las pequeñas librerías y las tiendas de discos, situadas en tu calle o en la de al lado, paisajes entrañables, escaparates ante los que te quedabas hipnotizado cada vez que pasabas por allí, algo que podía ocurrir más de una vez al día.
Y todos sabemos que existen inventos impagables conocidos como DVD y Blu-ray. Que existen televisores de infinitas pulgadas y pantallas caseras del tamaño de una pared. Que puedes vivir inmejorablemente las películas en la soledad de tu casa, bien acompañado, sin tener que sufrir el incesante crujido de las putas palomitas, el ajusticiable parloteo de los vecinos de butaca, las grotescas caídas en la oscuridad del cine ante la mezquina ausencia de acomodadores, el frío o el calor que imponen los ahorrativos dueños, las proyecciones desenfocadas y el inaudible o atronador sonido. Reconociendo la autenticidad de tantos elementos disuasorios, me sigue pareciendo trágico que las nuevas tecnologías y costumbres logren la agonía de que personas que se desconocen compartan emociones y sensaciones, risas y lágrimas, en una sala oscura y aislada del mundo exterior, en la geografía natural que le corresponde al cine, que a la salida discutan o compartan opiniones mientras pasean o toman una copa sobre lo que han visto y oído. Los que están o se sienten muy solos, también pueden dejar de sentirse así durante un rato milagroso gracias a ese exorcismo de ir al cine. Y, por supuesto, es altamente recomendable que lo que muestra la pantalla tenga magia. Ocurre de vez en cuando con películas cuya calidad y encanto son perceptibles para todo tipo de espectadores. Si no es así, tampoco pasa nada grave. Supone el triunfo de la tolerancia y de la heterodoxia, empeñadas ambas en que los gustos se inventaron para todos los colores.
Y puede ocurrir que al visionario y militante promotor de un cine rechazado por los circuitos comerciales (el defensor de un oasis creativo y multicultural de arte y ensayo poblado por supuestas obras de arte tailandesas, serbocroatas, kenianas, iraníes, turcas, y demás cinematografías ignoradas o despreciadas por la abyecta miopía del pequeño burgués occidental, pero beatificadas por una crítica que solo ha logrado el conocimiento y el fervor entre la reducida familia de los que la practican) se le ocurra una idea genial como dedicar el largo y cálido verano a reponer en los cines Verdi, con copias remasterizadas y digitalizadas, fieles a la primitiva versión que rodaron sus incomprendidos y gloriosos autores, películas grandiosas que la cinefilia joven nunca ha podido disfrutar en la pantalla de un cine.
Me cuentan que el domingo 19 de junio la sala Verdi de Madrid estaba llena y que la gente aplaudió en el terrorífico desenlace de la primera parte de El Padrino, con Michael Corleone recibiendo el incondicional beso en la mano de sus centuriones. Me cuentan que llegará Leone, una de las peores cosas que le han ocurrido al cine, el ídolo de ese neurótico tan inteligente llamado Tarantino, con su imbécil creación del spaghetti western, pero también con una obra de arte llamada Érase una vez en América, esa en la que un anciano estafado y derrotado por los únicos seres que te pueden causar un daño irreparable, por la gente que has querido, susurraba con el lamento de Proust: "Hace cuarenta años que me acuesto temprano". Y está el carnal y magnífico testamento de Bergman en Fanny y Alexander, ese fulano tan preocupado anteriormente por los dramas y las insatisfechas preguntas del espíritu. Y está el Polanski más turbio y duradero. Y está el aristócrata de la comedia Ernst Lubitsch, aquel que comenzaba Ser o no ser con Hitler respondiendo al coro perruno de "viva Hitler" con un consecuente "viva yo". Y está Antoine Doinel antes de hacerse mayor (qué grima me da el adulto y consentido Jean Pierre Leaud) llegando al mar en Los cuatrocientos golpes. Y un Chaplin genial como el de Tiempos modernos y otro enfático, llorón y discursivo como el de El gran dictador, aunque esté de acuerdo en que es inmejorable la secuencia del dictador jugando con la bola del mundo. Y sospecho que existen mil razones fascinantes para volver al cine en verano en los modélicos Verdi de Madrid y Barcelona. -


Los cines Verdi de Madrid y Barcelona ofrecen un ciclo con el título Un verano de cine con los grandes maestros, que durará hasta finales de agosto.

martes, 21 de junio de 2011

ESCOBITA NUEVA por Mirko Lauer (Diario La República)


El 70% de aprobación de Ollanta Humala como presidente electo evoca el dicho estadounidense según el cual nada tiene tanto éxito como el éxito mismo. Pero igual no deja de sorprender que las barreras aparentemente tan altas de la segunda vuelta hayan cedido para que Humala gane casi 20% más de súbitos seguidores.

La línea entre fujimorismo y humalismo parecía más difícil de cruzar. Cierto que muchos no votaron por simpatía sino para frenar a un enemigo. Por lo menos esa era la teoría. Ahora ya no está tan claro por qué muchos votaron como votaron. Al final nos vamos a tener que quedar con el pragmático refrán gringo.
En otros tiempos se hubiera podido aludir al gran prestigio de la presidencia en un sistema presidencialista. Pero eso parece estar de salida, con los primeros mandatarios más bien como punching balls del sistema democrático. El homenaje consiste en atribuirles los problemas. Lo cual inevitablemente lima la cifra de aprobación.
Pero hay en ese casi 20% adicional un cambio que merece ser explorado. Puede ser gente genuina y gratamente sorprendida por la forma de conducirse del virtual presidente. Pueden ser oportunistas silvestres del sector A, como los describe Mario Vargas Llosa. Pueden ser protagonistas de una tregua política de tipo ver para creer.
Cuando uno revisa la encuesta Ipsos-Apoyo encuentra una explosión de optimismo. Por la forma en que viene estructurado el cuestionario, da la sensación de que los encuestados están convencidos de que el nuevo Nº1 va a poder cumplir lo que ellos le reclaman. Si esa es la única mecánica, ese 70% todavía puede crecer algo en los meses que vienen.
¿Va a necesitar Humala tanta popularidad? Probablemente no, ya que los dos pasados presidentes han sobrevivido con menos de la mitad. Sin embargo una alta aprobación da un mejor margen de maniobra en una democracia. Lo malo es que no se puede mantener satisfecha a tanta gente todo el tiempo. Gobernar consume aprobación.
Debemos pensar que este 70% representa también una difundida búsqueda de estabilidad política entre la población. Frente a eso Humala tiene algunos compromisos asumidos, aun si nos referimos solo a los más moderados, que pueden sacar roncha en diversos sectores. Al final aparecerá la clásica frase de que no se gobierna para las encuestas.
Durante el 2010 el promedio de aprobación presidencial en la región fue 60%, una cifra que en el Perú no vemos desde hace buen tiempo. Los gobiernos de izquierda en Brasil y Chile se han manejado con aprobaciones altas en la región, y eso es una suerte de desafío implícito para Humala. Recién agosto dará alguna cifrología más en firme.

lunes, 20 de junio de 2011

BUENOS DÍAS, POLÍTICA, por Eduardo Dargent (Diario 16)


http://diario16.pe/columnista/18/eduardo-dargent/862/buenos-daias-polaitica

Regreso a Lima después de varios meses y vuelvo a hacer algo que dejé de hacer hace casi dos décadas: ver televisión abierta por las mañanas. Gracias a las entrevistas de Buenos Días Perú, vuelve la política en un horario en el que dominaban muertos, goles y farándula.

Desde los noventa la política comenzó a desaparecer de los noticieros de televisión abierta, pero las mañanas fueron las que más sufrieron. El noticiero matutino abría y cerraba con muertos de diversa índole, desde asesinados hasta las primeras víctimas de las combis asesinas. Luego, una hora de artistas y otro tanto de deportes. En medio de todo, unas gotitas de política, casi pidiendo disculpas por interrumpir. Varios años después Canal N aliviaría en algo la sequía.
No es que todo tiempo pasado fuera mejor. Mis recuerdos de los noticieros de los ochenta no son de un elevado periodismo político. Pero sí recuerdo que las cosas tenían el orden que, creo, deben tener. Primero aquello que afecta a la comunidad y los ciudadanos: debates, leyes, reportes, entrevistas. Luego, crónica roja, espectáculos y deportes.
Me han explicado que fue el rating el que cambió las cosas. Que no había cómo competir con la sangre, la pelota o los ampays. El mercado manda, y los ciudadanos que queríamos ver política no éramos muchos. Pero también sospecho que el dueño de la televisión por esos años, Papá Vladi, prefería una pantalla sin política y sin inteligencia. La transición cambió poco. Peor, llegaron los realities, y ahí sí, el canciller de turno tenía que esperar que el bailarín de moda terminara de cocinar un pollo al wok para ser entrevistado. El círculo vicioso es evidente: a menos política, menos ciudadanos, y menos rating para la política.
Hoy el nuevo Buenos Días Perú es un espacio fresco y bastante plural, donde se habla de política más que en otros medios. Unas largas entrevistas nos permiten conocer mejor a quienes nos gobiernan o pretenden hacerlo. Entrevistas que hacen bajar la guardia al interlocutor para que, en el minuto veinte, nos regale una frase memorable.
¿Este estilo los condena a un rating raquítico? ¿O es que, como sospecho, sí hay en ese horario un público interesado en estos temas? No lo sé, pero los felicito por el esfuerzo. Aclaro que no conozco a Beto Ortiz ni a nadie de su equipo. Pero las cosas positivas hay que resaltarlas, y una televisión abierta más inteligente es una razón para estar contentos.


sábado, 4 de junio de 2011

LEONARD COHEN GANA EL PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS

 
 

Aunque es más famoso por sus canciones, Leonard Cohen ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en reconocimiento a su trabajo como poeta y novelista. El jurado -presidido por el ex director de la Real Academia Española de la Lengua, Víctor García de la Concha- lo consideró autor “de una obra literaria que ha influido en tres generaciones de todo el mundo, a través de la creación de un imaginario sentimental en el que la poesía y la música se funden en un valor inalterable”. El cuerpo colegiado también señaló: “El paso del tiempo, las relaciones amorosas, la tradición mística de Oriente y Occidente y la vida contada como una balada interminable configuran una obra identificada con unos momentos de cambio decisivo a finales del siglo XX y principios del XXI”. Cohen fue preferido por sobre escritores de la talla de Alice Munro, también canadiense, y el británico Ian McEwan, los otros dos finalistas del premio que consiste en 50 mil euros y una estatuilla diseñada por Joan Miró.

Nacido en Montreal (Canadá) hace 77 años, Cohen publicó su primer libro de poemas, Comparemos mitologías, en 1956, influido principalmente por la obra de Federico García Lorca, pero también por autores como Yeats, Irving Layton -fue su profesor en la secundaria- y Whitman. Le siguieron La caja de especias de la Tierra (1961) y Flores para Hitler (1964), también poemarios, y las novelas El juego favorito (1963) y Hermosos perdedores (1966). Estos libros lo convirtieron en un autor reconocido en el círculo literario canadiense, pero estaban lejos de ser éxitos editoriales. Entonces, Cohen decidió probar suerte con la música. Así lo contó en una entrevista realizada por Jian Ghomeshi, de la CBC-RadioCanada, en 2009.
“En Canadá en ese momento muchas veces imprimíamos nuestros libros, los mimeografiábamos. Una edición de 200 se considera un best-seller en poesía... Había un cierto tipo de llamada, de vocación, pero no lo podías llamar una carrera. En un momento me di cuenta de que iba a tener que empeñarme y ganarme la vida, y no sabía cómo hacerlo. Había escrito un par de novelas que habían sido bien recibidas, pero habían vendido alrededor de 3000 copias. Alguna ganó un premio o dos y los comentarios fueron buenos, pero las ventas fueron muy, muy limitadas, así que tuve que hacer algo y lo único que sabía hacer era tocar la guitarra”.
Ya sabemos cómo le fue: se convirtió en un autor de culto, admirado por el público y sus colegas. Una suerte de Bob Dylan canadiense. Allen Ginsberg dijo: “Bob Dylan le voló la cabeza a todo el mundo, menos a Leonard Cohen”. Y el propio Dylan -ganador del Príncipe de Asturias de las Artes en 2007- fue más lejos: “Si no fuera Bob Dylan, me gustaría ser Leonard Cohen”. Todo dicho.
El escritor Fernando Sánchez Dragó, otro de los integrantes del jurado, resaltó que Cohen ha bebido de "todas las peripecias culturales, literarias y espirituales de nuestro tiempo", como "los 'beat', los hippies, la fuga del Mediterráneo, los amores, las drogas, el budismo zen, el vedanta o el chasidismo judío".
J.J. Armas Marcelo recordó, a su vez, que hace años que el Premio no recaía en un poeta, ensalzó la "curiosidad intelectual" de Cohen para "estudiar a fondo el misticismo oriental", que le hace ser muy reconocido en Asia y no sólo en América y Europa.
Leonard Cohen ya fue candidato este año a otro Príncipe de Asturias, el de las Artes, prueba de su "dualidad" como escritor y cantante destacó la directora del Instituto Cervantes, Carmen Caffarel, quien recordó que mucha gente ha "vivido, cantado, enamorado y pensado" con sus letras. De hecho, otro miembro del jurado, el crítico literario Andrés Amorís, cree que Leonard Cohen "no es un cantante extraordinario pero sí un poeta extraordinario, como (Jaques) Brel, (Bob) Dylan, Georges Brassens", mientras que, en ese mismo sentido, Armas Marcelo le comparó con Joaquín Sabina, Eric Clapton y Luis Eduardo Aute.
La decana de Humanidades de Harvard, Diana Sorensen, opinó que, una vez más, el Príncipe de Asturias se "adelanta" a lo que "los medios culturales son capaces de captar", que, según augura la profesora argentina, será un resurgir del mundo literario y musical de Cohen, especialmente en Norteamérica.
El Premio de las Letras, que este año recibió 32 candidaturas, fue entregado en 2010 al escritor libanés Amin Maalouf, y en ocasiones anteriores lo obtuvieron, entre otros, Ángel González, Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Mario Vargas Llosa, Camilo José Cela, Paul Auster, Günter Grass, Susan Sontag, Ayala, Mutis, Magris, Ismail Kadaré, Nélida Piñón, Margaret Atwood y Arthur Miller.
Este es el quinto de los ocho premios Príncipe de Asturias de 2011 -dotados con 50.000 euros, que serán entregados en otoño en el Teatro Campoamor de Oviedo.


Fuentes: diarios “Clarín” y “Página 12”
Más información: www.clarin.com y www.pagina12.com.ar

LA FRACTURA IRRESUELTA, Por NELSON MANRIQUE




La peruanidad es un conjunto de atributos objetivos, de especificidades que acotan y prefiguran el Perú: una suma múltiple, diversa, rica y pluridimensional de valores, características, saberes, visiones, actitudes, costumbres, problemas, traumas, desarrollos, bonanzas y miserias ocurridas a lo largo de 10,000 años; en un espacio territorial definido.
A partir de millares de evidencias, vestigios, testimonios y mediciones se concluye que el Perú no fue jamás una tribu; no fue una Audiencia emergente o una Capitanía lejana o un país fundado a partir de la libre determinación popular, post Independencia. No. 
El Perú fue un eje civilizador, un Fiat Lux para otros pueblos del continente.
Y lo que parecía una cultura integrada y compacta; que podía dar lugar a un proyecto republicano democrático, progresista, plural, andino, criollo, liberador, estratégico, planificador, de justicia social, solidario, identitario; devino en un naufragio.
La peruanidad como subjetividad no existe. No constituye un elemento integrador ni un conectivo mental, sensitivo, sensorial o afectivo, homologable.
¿Qué somos entonces? 
Un país escindido. 
Partido en términos mentales.
Somos un pueblo prisionero de sus traumas, prejucios, taras, violencias y desprecios.
No tenemos clases dirigentes, ni intelectuales que correspondan a esas élites, ni clases medias, ni burguesía empresarial, ni cultura del debate, ni educación política, que nos permita diseñar y compartir acuerdos o proyectos con una carga de humanidad y respeto por la "peruanidad objetiva", mínimas.
El profesor Nelson Manrique, brillante Historiador peruano, nos lo recuerda con el siguiente texto a propósito de las elecciones presidenciales de mañana. A lo largo del proceso afloró lo mejor y lo peor de nosotros.
A contravía de los cambios profundos, importantes y decisivos  ocurridos en nuestra sociedad, en los últimos veinte años, seguimos siendo el país adolescente de los días de la Confederación Perú-Boliviana. Con pueblos originarios olvidados y postergados del otro lado de la Cordillera de los Andes. Con una poblacion criolla-urbano-costera más conectada al mundo y a los negocios que al Perú indio; incapaz de articular un proyecto de desarrollo sostenible de verdad. O sea, un proyecto convocante, honesto, participativo, reivindicador.
Ese es el Perú que nos toca: el de los hijos de migrantes andinos en Lima; que -quizá en este momento- planean robar faros automóviles en la madrugada; o sacar ventaja con el grueso de su producción textil de su taller de Gamarra; el Perú del empresario exitoso, forrado en dinero, que prefiere vender a su madre o prostituir a su hija antes que le toquen la billetera.
¿Atroz, no es cierto?
Ojalá haya suerte mañana, el Perú es digno de ella.
Oscar Contreras Morales.-   

Escribe Nelson Manrique.-
03 de junio de 2011

Apenas unas horas nos separan de una elección crucial para el destino del Perú. El proceso electoral nos ha dado numerosas sorpresas; una de las más llamativas es la flagrante contradicción entre la fuerte desconfianza que proclaman buena parte de los peruanos con relación a los dos candidatos y el apasionamiento con que respaldan a uno y tratan de cerrar el paso al otro.

Dos días antes de las elecciones las encuestas confirman que se mantiene un empate técnico que no ha podido romperse a lo largo de un mes. Los representantes de las empresas encuestadoras afirman que es imposible señalar quién será el ganador, debido a lo estrecho del margen que los separa y a que los resultados de los sondeos serios, que otorgan una ligera ventaja a un contendor, se distribuyen más o menos uniformemente a favor de uno y otro candidato.
El país se encuentra dividido pues en dos, pero la cesura no es uniforme: mientras Lima otorga un fuerte apoyo a Keiko Fujimori el interior del país -especialmente las regiones centro y sur- respalda masivamente a Ollanta Humala. La escisión entre el Perú costeño y globalizado y el Perú serrano e indígena vuelve a plantearse descarnadamente. Este no es un fenómeno excepcional: si se observa la distribución geográfica del voto existe una clara continuidad en el respaldo a Ollanta Humala en el centro y el sur desde el 2006; gruesamente estás regiones se han identificado históricamente con la izquierda, mientras que existe una clara asociación entre Lima y la costa y las opciones conservadoras. Hace unos años un amigo historiador me hizo una aguda observación: la forma cómo se divide políticamente el país hoy reproduce en buena medida las fronteras que vigentes durante la Guerra de la Confederación Peruano-Boliviana (1836-1839). Yo añadí que gruesamente estas fronteras son las mismas que se establecieron ante el levantamiento de Tupac Amaru. Aparentemente persisten pues problemas de larga duración no resueltos.
¿Cómo explicar esta terca fractura? Creo que una clave se encuentra en la escisión histórica entre el Perú criollo y la nación indígena. Cuando a fines del siglo XIX Manuel Gonzales Prada proclamó que no formaban la nación los 200,000 “encastados” que residían en la franja litoral y que el verdadero Perú estaba constituido por la muchedumbre de 3 millones de indios desperdigados al otro lado de la cordillera puso sobre la mesa una cuestión clave: la limitadísima base de legitimidad de una República cuyo principio de fundación proclamaba que la soberanía residía en el pueblo, al mismo tiempo que excluía, en la definición misma de lo que era ese “pueblo”, a más de las nueve décimas partes de la población. El desafío para la nación era cómo integrar a esa inmensa mayoría indígena excluida de la ciudadanía. La cuestión nacional, se decía, era cómo integrar el indio a la Nación. Pero la república criolla prefirió desentenderse del problema.
Existe una diferencia muy importante entre el Perú y otros países de América Latina que tienen una importante población indígena. En México, Guatemala, Ecuador y Bolivia las capitales -los centros neurálgicos del poder político y económico- se establecieron en la sierra, en zonas densamente pobladas por indígenas. El indio no podía ser pues obviado pues su sola presencia física lo convertía en un tema inevitable del debate nacional. Pero Lima es una ciudad situada en el litoral, que históricamente ha mirado hacia afuera, poniéndose de espaldas al país. La exclusión de los analfabetos del derecho al voto perpetuó la exclusión de los indígenas de la ciudadanía por más de un siglo: en un país donde se alfabetiza en castellano, un indígena monolingüe es por definición un analfabeto.
Recién en la Constitución de 1979, más de 150 años después de nuestro nacimiento a la vida independiente, se les otorgó el derecho a votar, el más elemental derecho ciudadano.
Aparentemente la fractura debiera haberse resuelto con la masiva migración de millones de peruanos de la sierra a la costa y del campo a la ciudad, que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX “andinizó” a Lima y las otras grandes ciudades del litoral. Pero los profundos cambios objetivos vividos por la sociedad peruana -que la hicieron transitar de su pasada condición serrana, rural e indígena, a la presente, costeña, urbana y mestiza- no fueron acompañados de similares cambios en las subjetividades. Aquí no se vivieron revoluciones antioligárquicas de raigambre popular, como las que experimentaron México (la revolución mexicana), Argentina (el peronismo), Brasil (Getulio Vargas), o la revolución boliviana de 1952. En el Perú la posibilidad de una revolución antioligárquica popular se frustró cuando el Apra (en sus orígenes el partido antioligárquico y antimperialista por excelencia) decidió aliarse con la oligarquía a través de la Convivencia (1956-1962) y la Súperconvivencia (1963–1968). El reformismo representado por Fernando Belaunde, por otra parte, se mostró incapaz de realizar los cambios que había prometido.
A la paradoja de un partido antioligárquico que terminó aliándose con la oligarquía que debiera haber destruido se sumó entonces la de una fuerza armada que abandonó su función de defender a la oligarquía y que terminó liquidándola. La revolución antioligárquica en el Perú fue realizada por los militares; el velasquismo acabó con la oligarquía: liquidó a los barones del azúcar y del algodón, a los de terratenientes costeños y serranos y al “imperio Prado”: la columna vertebral del poder financiero de una clase dominante cuya base de poder era la propiedad de la tierra. Nunca, desde la independencia, se había realizado un cambio tan radical. Pero el proyecto militar fue una revolución “desde arriba “, vertical y autoritaria, que rechazaba la participación de las masas cuyos intereses había decidido defender y era abiertamente hostil a cualquier forma de participación popular. Esa ausencia de participación popular permitió que el poder de la oligarquía en el terreno simbólico permaneciera más o menos indemne y creó la escisión –fundamental para la comprensión de nuestros problemas políticos contemporáneos- entre una sociedad que durante las últimas décadas ha experimentado muy profundos cambios objetivos, mientras que las subjetividades se han quedado estancadas.
La realidad cambia radicalmente, pero los ojos con que se la observa siguen aprisionados por los viejos esquemas mentales oligárquicos. El racismo expresado por jóvenes ppkausas durante la primera vuelta (aún deambulan por las redes sociales algunos melancólicos especímenes derramando su bilis, luego de que el gringo reconociera que los meció) expresa esa incapacidad de reconocer los cambios que el Perú ha experimentado; ese permanecer aprisionado por lo que Fernand Braudel denominó “esas cárceles mentales de larga duración”. Pero la discriminación es un camino de doble vía: la ejercida de arriba hacia abajo genera una reacción proporcional en la dirección contraria. La oposición entre los criollos costeños y los serranos indígenas, por otra parte, tiende a reproducirse en el corazón mismo de la capital; en esta Lima donde, paradoja de las paradojas, reside ahora la población de quechuahablantes más grande del país, aunque nunca se oiga en las calles hablar quechua, como es normal en Quito o La Paz.
La carencia de una derecha liberal en el Perú es la consecuencia de la ausencia histórica de una clase dirigente. Hace unas semanas Julio Cotler me hizo la observación de que mientras que México se da el lujo de tener a un intelectual de derecha del vuelo de Enrique Krauze en el Perú en ese espacio político impera un páramo intelectual. Una clase dirigente se distingue de una simple clase dominante por su capacidad de presentar sus propios intereses como los intereses generales de la nación. Enrique Florescano ha mostrado cómo desde fines del siglo XVIII los criollos mexicanos buscaron apropiarse de la tradición azteca para presentarse como la continuidad de un proyecto histórico nacional que hundía sus raíces en el México prehispánico. Los criollos peruanos, en cambio, se preocuparon más bien por marcar distancias con el legado histórico incaico y reivindicar su castiza identificación con la “madre patria” hispánica. Por eso, mientras en México en la plaza principal -el Zócalo- se rinde homenaje a Cuauhtemoc, el líder de la resistencia indígena contra la conquista (ahora están restaurando el imponente Templo Mayor) en Lima tuvimos en la Plaza Mayor la estatua de Francisco Pizarro y la pequeña delegación que, al conmemorarse el quinto centenario del eufemísticamente denominado “Encuentro de Dos Mundos”, fue a depositar una ofrenda floral ante la piedra que recuerda a Taulychusco -el último curaca que gobernó Lima- terminó en la comisaría.
La adhesión militante de la derecha peruana al fujimorismo en estas elecciones repite simplemente el viejo reflejo de mirar el Perú como su hacienda. Mientras que en Chile Augusto Pinochet -otrora el héroe de la derecha – se enterró políticamente cuando se supo que había usado su poder para robar, aquí la derecha prefiere mirar a otro lado y silbar ante el pillaje de 6000 millones de dólares por la banda de Fujimori y Montesinos, la organización del grupo Colina y los crímenes de lesa humanidad, la esterilización forzada de 300,000 mujeres indígenas, la destrucción de la institucionalidad sometiendo a las fuerzas armadas, los poderes ejecutivo, legislativo y judicial bajo el control de una camarilla delincuencial atrincherada en el Servicio Nacional de Inteligencia -que fue elevado al rango de cuarta arma de las Fuerzas Armadas, al mismo nivel que el ejército, la marina y la aviación-, la compra al contado de medios de comunicación, jueces y parlamentarios y la corrupción y el narcotráfico erigidos en política de estado. Ahí están los 120 kilos de pasta básica de cocaína encontrados en el año avión presidencial como el símbolo de una era. Semanas atrás se usaba como justificación el argumento de que Keiko era diferente de su padre. Ahora hasta ese taparrabos ha sido abandonado y se reivindica abiertamente el legado fujimorista como su principal carta de presentación. Esta es una derecha capaz de vender su alma al diablo para defender sus intereses económicos.
Cuando en la época de Juan Velasco Alvarado una investigadora amiga empezó a entrevistar a empresarios para conocer sus actitudes la comunidad industrial se dio con la sorpresa de que su resistencia se basaba no tanto en la defensa de sus intereses económicos como en que les parecía inconcebible tener que sentarse en la misma mesa con “los cholos”. Los reflejos coloniales por encima de la conciencia de clase burguesa.
Votar por Keiko Fujimori no es pues sólo legitimar el crimen y la corrupción que históricamente han caracterizado al fujimorismo que ella encabeza. Es votar por mantener esa escisión fundamental que desgarra el país desde su fundación. La vieja escisión entre el Alto Perú y el Bajo Perú sigue proyectando su sombra sobre nosotros.
Nos condenamos, así, a permanecer atrapados en ese círculo vicioso que cierra el camino hacia cualquier futuro previsible. Permaneciendo, como escribió José María Arguedas, “sin embargo, separados sus gérmenes y naturalezas, dentro de la misma entraña, pretendiendo seguir sus destinos, arrancándose las tripas el uno al otro, en la misma corriente de Dios, excremento y luz”.

"HONRARAS A TU PADRE" DE GAY TALESE (Diario EL PAÍS, España)


Para las nuevas generaciones, la historia de la Mafia puede resumirse en una mezcla de El Padrino con Los Soprano. El eslabón que vincula estas historias se llama Gay Talese (Nueva Jersey, 1932), que en Honrarás a tu padre (1971), su épico libro de no ficción sobre el ascenso y la caída de la familia Bonanno, mezcla lo mejor de esos dos mundos: la violencia y el particular código de honor de El Padrino, encarnados en la figura tan despiadada como paternalista de Vito Corleone, con la rutina cotidiana de una familia poderosa de la Mafia que vive en los suburbios de una ciudad norteamericana, como ocurre en Los Soprano. Todo eso, sin embargo, no a través de la ficción sino de una poderosísima crónica de investigación periodística. Después de Gay Talese, eso de que un buen libro de no ficción puede leerse como una novela es un lugar común que se queda corto; pocas novelas alcanzan la riqueza de penetración psicológica y el esplendor de detalles descriptivos de Honrarás a tu padre.

Como todas las historias de la Mafia, el libro de Talese, que le tomó casi siete años de investigación, es un relato de familia. Joseph Bonanno, nacido en 1905, pertenecía a una familia siciliana de alto nivel que emigró a Nueva York a principios del siglo XX; a su regreso a Sicilia, se metió en problemas con Mussolini y volvió a emigrar a Estados Unidos en los años de la Prohibición. Fue durante esos años cuando comenzó su ascenso imparable en la Mafia; el mayor de sus hijos, Salvatore (Bill) Bonanno, nacido en 1932, terminará heredando el negocio. Bill hubiera querido, quizás, ser otra cosa, pero la admiración y la reverencia que le tenía a su padre -lo veía casi como "una deidad"- hicieron que, de manera casi fatalista, no tuviera más opción que hacerse cargo de esa herencia paternal que lo conflictuaba. La historia que cuenta Talese le hace justicia al título: Bill sufre todo el peso de esa admonición bíblica.

Talese comienza Honrarás a tu padre in medias res, con el secuestro de Joseph Bonanno en 1964. Su reaparición un año después provocará una guerra sin cuartel entre varias familias mafiosas en Nueva York. A partir de ese inicio, Talese bifurcará el relato en varios sentidos, sin perder nunca la dirección central de la trama: está la historia de la guerra, que sirve para meternos de lleno en los negocios de la Mafia en la década de los sesenta; está la investigación de las raíces de la Mafia de Nueva York en la Sicilia de principios del siglo XX, que permite explicar el ascenso de Joseph Bonanno y las tradiciones étnicas con que consolida su poder; y está el corazón emocional del libro, en la historia de Bill, que va desde que es un adolescente despreocupado en Arizona al que solo le interesan las chicas, los coches y la ropa, pasa por el momento en que debe abandonar la universidad para obedecer al llamado de su padre e ingresar a la Mafia, y llega a la turbulencia de los años sesenta. Es Bill quien, en enero de 1965, conocerá a Talese, por entonces un reportero de The New York Times, y a quien a lo largo de varios años le contará con lujo de detalles la historia de su familia.
Cuando Honrarás a tu padre fue publicado en 1971, sorprendió a todos: ¿cómo era posible que Talese supiera tanto sobre la Mafia, una organización definida a partir de su código de silencio? Hubo incluso críticos que condenaron a Talese por la cercanía con personajes moralmente detestables: en la nota que sirve de epílogo al libro, Talese habla de su amistad con Bill y dice que lo respeta y comprende, y uno piensa en el parecido con Truman Capote y los asesinos de A sangre fría. También lo criticaron por mostrar de manera demasiado familiar un mundo que debía verse como ajeno, demasiado ajeno. Lo notable de Talese en Honrarás a tu padre es que toma el camino más difícil, que es el de mostrar cómo la familia Bonanno representa a la vez a un grupo étnico -con todas sus tradiciones, con virtudes y debilidades- y a una familia muy norteamericana. Honrarás a tu padre es una historia de mafiosos, pero también una de inmigración y asimilación.
Los alcances del libro de Talese no debían haber sorprendido tanto. Después de todo, a principios de los setenta Gay Talese ya era muy conocido gracias a sus crónicas de principios y mediados de los sesenta -Joe Louis at Fifty, Frank Sinatra Has a Cold-; su mezcla de técnicas de investigación periodística con detalles narrativos más propios de una ficción era tan influyente como A sangre fría o los textos de Hunter Thompson, Tom Wolfe y Joan Didion. Honrarás a tu padre consolidó su reputación como uno de los grandes de un nuevo género de escritura periodística, una nueva forma de hacer literatura que por entonces despuntaba y que no ha hecho más que crecer. La edición revisada y actualizada de La mujer de tu prójimo (1981), otro de sus libros clásicos, sobre las costumbres sexuales de los norteamericanos, acaba de ser publicado por Debate.


La mujer de tu prójimo. Gay Talese. Traducción de Marcelo Covián. Debate. Barcelona, 2011. 644 páginas. 24,90 euros (electrónico: 16,99).