martes, 31 de julio de 2012

HABLAN EL DIRECTOR Y EL ACTOR DE "EL ESTUDIANTE" (Entrevista de Lorena Cancela para la revista CARAS Y CARETAS)


Santiago Mitre y Esteban Lamotte son el director y el protagonista de El estudiante, una película que versa sobre la vida de un estudiante que llega a la U.B.A sin una vocación muy clara, y se transforma en un militante convencido. Inteligente y original es, sin dudas, de lo mejor del cine independiente argentino del año 2011.
Lorena Cancela.-



C y C: ¿Por qué hizo una película cuya historia está centrada en la de un estudiante- militante universitario?


Santiago Mitre: Yo quería hacer una película que transcurra en la universidad y conocía a mi personaje: un tipo sin vocación, que intentó varias carreras, y no sabe qué quiere hacer de su vida. Al principio, era una película más episódica, pero en un momento surgió el subtema de la militancia, investigué, y eso terminó siendo el centro de la historia. La idea fue hacer un relato de inserción en la política universitaria a la manera de inserción política en cualquier ámbito. De hecho, tiene referencias concretas a sucesos de la política argentina. Más allá de que estamos narrando un hecho ficcional me pareció bueno dar datos reales.


C y C: ¿Se planteó el aire de thriller que tiene la película?


S.M: La verdad que no. Mi intención era hacer un relato de iniciación, aprendizaje. Creo que el quehacer político tiene como una tensión que carga la historia. La contingencia es lo que le da, quizás, el aire de thriller: la cercanía de las elecciones y otros sucesos que tensionan tanto a los personajes que le pueden dar ese tono.


C y C: ¿Cuál diría que es la mirada que El Estudiante tiene sobre la política?


S.M: Yo quería trabajar con los procedimientos políticos en estado puro: las elecciones, los actos, las alianzas, las conspiraciones y las traiciones, las asambleas. Y lo que te da la universidad, que tiene ese entramado político tan específico, es la posibilidad de trabajar en un universo indefinido donde no interviene la coyuntura: en mi película no hay kirchnerismo, ni radicalismo específico, hay partidos derivados de esos. Entonces era interesante porque podía hablar de un mundo específico, pero a su vez referir a un universo abstracto. Para mí la película es como una celebración al quehacer político porque, si bien uno ve que algunos de los personajes están obrando en sentido negativo, se los ve con pasión y muchas ganas de hacer política.


C y C: ¿Usted, Esteban que compuso al protagonista, es o fue estudiante de la U.B.A y/o militante?


Esteban Lamote: No, para nada. De hecho, no sentí que tenía que saber de política para hacer el personaje porque éste va descubriendo un montón de cosas en el camino. Ensayamos mucho, nos concentramos en eso. Por supuesto sé más de política hoy que antes de hacer la película.


C y C: ¿Y a usted de dónde le viene su interés por la política, Santiago?


S.M: Me interesa la política aunque no milito. Y vengo de una familia muy politizada en la que todos, en algún momento de su vida, han trabajado en política. Mi bisabuelo fue Ministro de Agricultora de Irigoyen, mi abuela fue funcionaria de un gobierno de Perón, mis viejos fueron militantes en los ’70 y hoy continúan trabajando en política. Cuando algunos familiares ocuparon espacios de gobierno la política estaba instalada como mono tema en mi casa.


C y C: ¿En qué locaciones trabajaron? ¿Cómo hicieron para filmar dentro de la Universidad?


S.M: Filmamos un 60% en la sede de Sociales de Marcelo T. de Alvear, y después en Parque Centenario. La U.B.A es territorio de los estudiantes, nosotros hablamos primero con el Centro de Estudiantes y nos dijeron que sí. La universidad se vive con esa muy buena lógica: es un espacio público y todos tenemos derecho a usarlo. Nos movimos en la facultad como si fuera un decorado. Incluso a veces interrumpíamos las clases y les pedíamos permiso a los estudiantes y a los profesores para ver si nos dejaban filmar con Esteban. También filmamos asambleas de verdad. En la película están mezcladas escenas documentales con escenas ficcionales, yo buscaba dar una sensación de realismo.


C y C: ¿Qué expectativas tienen?


S.M: Que vean la película la mayor cantidad de gente posible, que se discuta de la película y me de la posibilidad de hacer otra.


E: Mi mayor expectativa ya fue cumplida. Hice una película que cuando la vi terminada me encantó.

miércoles, 25 de julio de 2012

16 FESTIVAL DE CINE DE LIMA (Por Óscar Contreras)



El 03 de agosto comienza el Festival de Cine de Lima que sigue siendo el evento cinematográfico más importante y convocante de la ciudad. Contrariamente a sus últimas ediciones (bastante deslucidas) este año el Festival de Lima sí presenta una grilla atractiva y, sobre todo, representativa de un cine latinoamericano en crisis, que debe resolver con apremio el dilema de triunfar en festivales boutiques o fracasar estrepitosamente en la taquilla.

Considerando los antecedentes del Festival y sus últimas ediciones, esta programación está bastante mejor. Se advierte un esfuerzo por reunir lo ya premiado, lo triunfador que, por añadidura, es lo que anduvo mejor en crítica y público y podría tener alguna posibilidad de estreno en Lima. Pero corresponde advertir que el Festival de Lima es renuente a las apuestas, a los descubrimientos, a reservar sus mejores espacios para las propuestas avanzadas y más jóvenes. Pero es una opción legítima, pues Lima se ha planteado -dentro del rubro cine latinoamericano- ser un festival de festivales como Cartagena, La Habana y Guadalajara, salvando todas las distancias.

¿Qué me llama la atención, o despierta mi interés, o recomiendan mis amistades, o viene precedido de triunfos?


Competencia Oficial:

POST TENEBRAS LUX de Carlos Reygadas (México), Premio al Mejor Director en Cannes 2012.
EL ESTUDIANTE de Santiago Mitre (Argentina)
ELEFANTE BLANCO de Pablo Trapero (Argentina)
3, Juan Pablo Stoll (Uruguay)
VIOLETA SE FUE A LOS CIELOS, Andres Wood (Chile)
ABRIR PUERTAS Y VENTANAS, Milagros Mumentahler (Argentina)
EU RECEBERIA AS PIORES NOTICIAS DOS SEUS LINDOS LABIOS, Beto Brandt (Brasil)
LA DEMORA, Rodrigo Plá (Uruguay)
CHICAMA de Omar Forero (Perú)
CIELO OSCURO de Joel Calero (Perú)
CASA DENTRO de Joa Lombardi (Perú).


Competencia Documental:

ESCUELA NORMAL de Celina Murga (Argentina)
OS ULTIMOS CANGACEIROS de Wolney Oliveira (Brasil)
HIJA de  María Paz González (Chile)


La otra orilla:

ULISES de Oscar Godoy (Chile)
LOS ULTIMOS CRISTEROS de Matías Meyer (México)


Galas:

LOS MARZIANO de Ana Katz
EL GATO DESAPARECE de Carlos Sorín
A MUSICA SEGUNDO TOM JOBIM de Nelson Pereira Dos Santos y Dora Jobim
SECRETOS de Valeria Sarmiento
EVELYN de Isabel Ocampo
CARRIERE, 250 METROS de Juan Carlos Rulfo y Natalia Gil


La vuelta al Mundo en 08 Días:

Reúne probablemente las mejores películas del Festival y de próximo estreno en Lima.

NADER Y SIMIN, UNA SEPARACION de Ahsgar Farghadi (Irán)
LE HAVRE de Aki Kaurismaki (Argentina)
TOURNEE de Mathieu Amalric (Francia)
LA VOZ DORMIDA de Benito Zambrano (España)
ANOTHER YEAR de Mike Leigh (UK)


Muestra Oliver Assayas:

Todo


Cine argentino:

EL CAMPO de Hernán Belón
MEDIANERAS de Gustavo Taretto
UN AMOR de Paula Hernéndez

Espacio Filmoteca:

UN RETRATO DE DIEGO de Gabriel Figueroa López y Diego López Rivera (México)
MARKER 72 Miguel Angel Vidaurre (Chile)
LA MALETA MEXICANA de Trisha Triff


Homenaje a Raoul Ruiz

En su totalidad, donde destaca a priori una de las mejores cintas del Festival MISTERIOS DE LISBOA


Muestra Documental Mexicano Contemporáneo
UN DIA MENOS de Adriela Ludlow
MORIR DE PIE de Jacarandá Correa


martes, 24 de julio de 2012

¿ALTA CULTURA vs CULTURA DE MASAS? CONVERSACIÓN ENTRE MARIO VARGAS LLOSA Y GILLES LIPOVETSKY (www.letraslibres.com)


http://www.letraslibres.com/revista/dossier/alta-cultura-o-cultura-de-masas?page=0,0

Mario Vargas Llosa: La civilización del espectáculo es un ensayo que expresa una preocupación, cierta angustia al ver que lo que entendíamos por “cultura” cuando yo era joven ha ido transformándose en algo muy diferente a lo largo de mi vida hasta convertirse en la actualidad en algo esencialmente distinto de lo que entendíamos por “cultura” en los años cincuenta, sesenta y setenta. El libro trata de describir más o menos en qué ha consistido esta transformación y también de ver qué efectos puede tener esa deriva que ha tomado lo que hoy día llamamos cultura en distintos aspectos de la actividad humana –lo social, lo político, lo religioso, lo sexual, etcétera–, puesto que la cultura es algo que impregna todas las actividades de la vida.

El libro no quiere ser pesimista, pero sí quiere ser preocupante e incitar a reflexionar sobre si esa importancia esencial y hegemónica que han tomado el entretenimiento y la diversión en nuestro tiempo puede convertirse también en la columna vertebral de la vida cultural. Creo que es algo que está ocurriendo, y que está ocurriendo con el beneplácito de amplios sectores de la sociedad, incluidos aquellos que tradicionalmente representaban las instituciones y los valores culturales.

Desde mi punto de vista, Gilles Lipovetsky, uno de los pensadores modernos que han analizado con mayor profundidad y rigor esta nueva cultura. En libros como La era del vacío o El imperio de lo efímero ha descrito con gran conocimiento en qué consiste esta nueva cultura. A diferencia de mi caso, se ha acercado a ella sin inquietud, sin alarma, por el contrario con simpatía, advirtiendo en ella elementos que considera enormemente positivos: por ejemplo, el efecto democratizador de una cultura que llega a todo el mundo, una cultura que a diferencia de la cultura tradicional no hace distingos, no está monopolizada por una élite, por cenáculos de clérigos o de intelectuales, sino que de alguna manera permea al conjunto de la sociedad.

Dice también, cuestión desde luego interesante y debatible, que esta cultura ha permitido una liberación del individuo, porque, a diferencia de lo que ocurría en el pasado –cuando el individuo en cierta forma era prisionero, expresión de una cultura–, el individuo de nuestro tiempo puede elegir entre una panoplia de posibilidades culturales, ejercitando de esta manera no solo una soberanía y una voluntad, sino también una afición, una predisposición. Dice que esta cultura es una cultura del placer, que permite que uno busque su placer en actividades que hoy tienen ese signo, el ser culturales, aunque en el pasado no se les considerase como tales. Son ideas debatibles que me convencen a ratos y a ratos me dejan pensativo, y por eso creo que este puede ser un diálogo sumamente fructífero entre dos acercamientos a un mismo fenómeno desde posiciones que son diferentes pero que podrían de cierta manera ser complementarias.

Gilles Lipovetsky: Muchas gracias a usted, Mario, por esta bella presentación en la que me reconozco totalmente.

Subraya usted que esta sociedad del espectáculo crea una suerte de base ácida para el sentido noble de la cultura. Estoy de acuerdo con usted en este aspecto. He intentado teorizar sobre esta idea en un libro de próxima publicación y voy a permitirme desarrollar un poco este punto, porque creo que va en el sentido que usted enfoca. ¿Qué era la cultura noble, la alta cultura, para los modernos (y así no irnos muy lejos en la historia)? La cultura representaba el nuevo absoluto. Cuando los modernos comenzaron a desarrollar la sociedad científica y democrática, los románticos alemanes crean una especie de religión del arte, que asume la misión de aportar lo que no daban la religión ni la ciencia, porque la ciencia simplemente describía las cosas. Se produce una sacralización del arte. Los siglos XVII y XVIII nos dicen que el poeta y los artistas en general son los que muestran el camino, son los que dicen lo que antes decía la religión.

Cuando advertimos lo que es la cultura en el universo del consumo, en el universo del espectáculo, lo que llama usted la “civilización del espectáculo” –estoy totalmente de acuerdo con esa denominación: es un título magnífico–, lo que observamos es justamente la caída de ese modelo. La cultura se convierte en una parte del consumo, en una célula del consumo. Ya no estamos esperando a que la cultura cambie el mundo, como pensaba Rimbaud: cambiar la vida, cambiar el mundo. Esa era la tarea de los poetas, como Baudelaire, que rechazaba el mundo de lo utilitario. Creían que la alta cultura era lo que podía cambiar al hombre, cambiar la vida. Ahora ya nadie puede pensar que la alta cultura va a cambiar la vida. En este plano es la civilización del espectáculo la que, de hecho, ha ganado. De la cultura lo que esperamos es divertimento, una diversión un poco más elevada, pero fundamentalmente hoy lo que cambia la vida es el capitalismo, es la técnica. Y la cultura viene a ser la aureola de todo esto.

Podemos tener una visión estrictamente negativa, que no es totalmente la suya, de esta civilización del espectáculo y en general de la sociedad de consumo. Sin embargo, durante los años en los que he estudiado a la sociedad contemporánea he intentado demostrar el potencial positivo, a pesar de todo, que representa. Si tomamos el modelo tradicional de la cultura, la parte negativa es mayor, sí, es innegable. Pero la vida no solo es cultura. La vida es también la política –para nosotros, la democracia–, son las relaciones con los demás, la relación consigo mismo, con el cuerpo, la relación con el placer y con muchos otros elementos. En este plano podemos decir que la sociedad del espectáculo, la sociedad de consumo, que por un lado ha masificado los comportamientos, ha dado un mayor grado de autonomía a los individuos. ¿Por qué? Porque ha hecho que caigan los megadiscursos, las grandes ideologías políticas que marcaban a los individuos, que los ponían dentro de un régimen estanco, y los ha sustituido con el tiempo libre, con el hedonismo cultural. Las personas, en general, ya no quieren seguir a las grandes autoridades: quieren vivir felices, quieren buscar la felicidad con los medios que tengan, aunque, añadiría, no siempre lo consiguen. De cualquier manera, la sociedad de consumo, por medio del hedonismo, ha multiplicado los modelos de vida y las referencias. La televisión, por ejemplo, que ha representado una suerte de tumba de la alta cultura, ha nutrido de referencias a la gente, ha abierto los horizontes: permite a los individuos comparar. En este plano, la revolución de los modos de vida de la sociedad del espectáculo ha permitido la autonomización de los individuos, creando una especie de sociedad a la carta donde estos construyen sus modos de vida.
Creo que es un aspecto importante, porque las sociedades donde domina el espectáculo son, en general, sociedades consensuadas sobre el pacto democrático. Ya no hay luchas sociales que acaban en baños sangrientos y se ha rechazado en todos estos lugares la figura del dictador. En ese sentido creo que la sociedad del espectáculo ha permitido a las democracias vivir de una manera menos trágica, menos esquizofrénica que antes. Eso nos ha liberado en cierto modo de las dos vertientes fundamentales, o los dos grandes vicios de la edad moderna: la revolución y el nacionalismo. Donde triunfa la sociedad del espectáculo existen los nacionalismos, pero no son sangrientos, y la revolución –la gran epopeya, la gran esperanza revolucionaria escatológica que anunciaba, por ejemplo, el marxismo– ya no tiene muchos fieles ni mucha credibilidad. Recordar lo que los nacionalismos y las revoluciones significaron para el siglo XX nos permite evitar las lecturas apocalípticas de la sociedad del espectáculo, aunque sigamos siendo críticos con ella.

Mario Vargas Llosa: Esos son los aspectos positivos de lo que podríamos llamar la civilización del espectáculo, con los que coincido en general. Ahora, veamos algunos negativos. La desaparición o el desplome de la alta cultura ha significado también el triunfo de una gran confusión. Con la alta cultura se han desplomado ciertos valores estéticos sobre los que no existe ya un canon o un orden de prelación, unas ciertas jerarquías que la vieja cultura había establecido y que eran más o menos respetadas. Eso hoy prácticamente no existe. Por una parte se puede decir que es extraordinario porque significa que en la actualidad tenemos en el campo de la cultura una libertad infinita. Pero dentro de esa libertad también podemos ser víctimas de los peores embaucos. Y concretamente en algunos de los campos de la cultura es hoy una realidad que verificamos cada día. Quizá el más dramático sea el de las artes plásticas. La libertad que las artes plásticas han adquirido consiste en que todo puede ser arte y nada lo es. Que todo arte puede ser bello o feo, pero no hay manera de saberlo; no tenemos el canon que antes existía y que nos permitía diferenciar lo excelente de lo regular y de lo execrable: hoy todo puede ser excelente o execrable. Al gusto del cliente. En el mundo del arte la confusión ha alcanzado unos extremos que llegan a ser cómicos y risibles. El gran talento y el pícaro se confunden porque ambos son víctimas de mecanismos, el de la publicidad, por ejemplo, que en última instancia tiene la palabra final. Es verdad que en otros campos la confusión no ha llegado a estos extremos, pero de alguna manera se ha infiltrado y existe también un enorme desconcierto.

Si la cultura es puramente entretenimiento, no importa nada. Si se trata de divertirse, un embaucador puede divertirme más que una persona profundamente auténtica, sin duda. Pero si la cultura significa mucho más, entonces sí es preocupante. Y yo creo que la cultura significa mucho más; y no solamente por el placer que produce leer una gran obra literaria o ver una gran ópera o escuchar una hermosa sinfonía, o ver un espectáculo exquisito de ballet, sino porque el tipo de sensibilidad, el tipo de imaginación, el tipo de apetitos y deseos que la alta cultura, el gran arte, producen en un individuo lo arman y equipan para vivir mejor: para ser mucho más consciente de la problemática en la que está inmerso, para ser mucho más lúcido respecto a lo que anda bien y a lo que anda mal en el mundo en el que vive. Y también porque esa sensibilidad así formada le permite defenderse mejor contra la adversidad y gozar más, o en todo caso sufrir menos.

Hablo de una experiencia personal. Yo creo que haber podido leer y gozar con Góngora, haber podido leer y entender el Ulises de Joyce ha enriquecido mi vida enormemente. Y no solo por el placer que me dio vivir aquellas experiencias culturales, sino porque me hicieron entender mejor la política, me hicieron entender mejor las relaciones humanas, me hicieron entender mejor lo que es justo y lo que es injusto, lo que anda bien y lo que anda mal y lo que anda muy, muy mal. Llenó una vida de la que la religión había desaparecido cuando yo era muy joven de una espiritualidad que sin esas lecturas no habría tenido. Estoy hablando desde un punto de vista individual, pero si nosotros extendemos esto al conjunto de la sociedad y lo que esta cultura significa desaparece y es sustituida por el puro entretenimiento, ¿qué pasa con lo demás? ¿El puro entretenimiento es capaz de armar a una sociedad suficientemente como para enfrentar todas esas problemáticas?

No estoy en contra del capitalismo, estoy a favor del capitalismo, creo que ha significado un extraordinario avance para la humanidad: nos ha traído mejores niveles de vida, un tipo de desarrollo científico que nos permite vivir infinitamente mejor que nuestros antepasados. Sin embargo, los grandes pensadores del mercado siempre lo dijeron: el capitalismo es un mecanismo frío, es un mecanismo que crea riqueza y que crea también un egoísmo que pasa a formar parte de la vida cotidiana. Eso debe ser contrarrestado por una muy rica vida espiritual. Muchos teóricos capitalistas pensaban que esa vía espiritual era la religión. Pero otros, que no eran religiosos, pensaban que era la cultura. Yo creo profundamente que la mejor manera de contrarrestar ese egoísmo, esa soledad, esa competencia terrible y que llega a extremos de gran deshumanización, exige una muy rica vida cultural en el sentido más elevado de la palabra “cultura”, si no queremos llegar a algo a lo que desgraciadamente la sociedad contemporánea está llegando: a un vacío espiritual tal en el que todos esos aspectos negativos de la sociedad industrial, toda esa deshumanización que trae consigo, se están manifestando a diario.


A diferencia de Gilles, yo no creo que la civilización del espectáculo haya traído esa paz, ese sosiego, esa conformidad con lo existente que ha eliminado o disminuido la violencia. Todo lo contrario. La violencia está ahí, es una presencia constante en nuestras ciudades, que están profundamente impregnadas de criminalidad, hay una violencia que se manifiesta en los crímenes de género y en todo tipo de discriminación. Hay fantasmas que nacen, por ejemplo, con la crisis económica que se traducen en xenofobia, en racismo y en discriminación. Está presente la violencia contra las minorías sexuales, por ejemplo, que es manifiesta, con muy pocas excepciones, en todo el mundo. Y eso, ¿a qué hay que atribuirlo?, ¿cómo explicarlo? Creo que uno de los factores en los que esa violencia se manifiesta de esta manera tan cruda, sin contrapesos y sin frenos, es precisamente el desplome de la alta cultura, que es la que enriquece la sensibilidad, la que de alguna manera nos lleva a preocuparnos por los grandes temas; una cultura que, además de ser entretenida, sea preocupante, inquietante, que genere en nosotros inconformidad y un espíritu crítico, algo que no puede crear jamás en sí una cultura que es pura diversión. Eso que en uno de los ensayos de Gilles se llama “cultura-mundo”.

No tengo nada contra el espectáculo, el espectáculo me parece formidable y a mí me divierte muchísimo. Pero si la cultura se vuelve solo espectáculo, creo que lo que va a prevalecer en última instancia más que el sosiego es el conformismo. Una especie de conformismo, de resignación, de actitud pasiva. Y en la sociedad moderna capitalista, la pura pasividad del individuo significa no el reforzamiento de la cultura democrática sino el desplome de las instituciones democráticas. Porque esa actitud va en contra de la participación activa, la participación creativa y crítica del individuo en la vida social y en la vida política y cívica. Uno de los fenómenos para mí más inquietantes de la sociedad contemporánea es esa desmovilización de los intelectuales, de los artistas frente a los temas cívicos, el desprecio absoluto a la vida política, considerada una actividad sucia, innoble, corrompida, a la que hay que darle la espalda, con la que no hay que de ninguna manera ensuciarse. ¿Cómo puede a la larga sobrevivir una sociedad democrática sin una participación de la gente más pensante, de la gente más sensible, de la gente más creativa, de la gente con mayor imaginación?

El desplome de la alta cultura no es solamente una pérdida para una minoría, para esa élite que disfrutaba de los placeres exquisitos del intelecto y la sensibilidad, sino que el conjunto de la sociedad sufre y puede padecer los estragos que de ello puedan resultar.

Gilles Lipovetsky: La trascendencia la encontramos en la perpetuación de la exigencia ética, que no ha muerto. A menudo asociamos la sociedad del espectáculo con la desaparición de los ideales. Esta, sin duda, es una vertiente, pero no es la única. En las nuevas generaciones de gente comprometida hay una base que ya no es la base política, que era la que aparecía en generaciones anteriores, sino que está vinculada con la exigencia de la generosidad, de la ayuda mutua. Esto muestra que la sociedad contemporánea no es sinónimo de cinismo absoluto o de nihilismo. Es la vertiente dominante, estoy de acuerdo, pero hay contratendencias. Lo vemos con las ONG, con los voluntarios, gente que se compromete y da su tiempo y que busca hacer algo no solo por sí misma sino por los demás. Reconozco que no es un fenómeno generalizado, pero me sorprende que la sociedad del espectáculo, a pesar de todo, favorezca esas muestras de generosidad a escala planetaria. La sociedad del espectáculo no solo crea egoísmo. También crea otros fenómenos que permiten equilibrar la balanza.


Quizá tengamos una visión distinta de la alta cultura. Usted ve en la alta cultura un contrapeso, una salvación frente a la desregulación mortífera de la sociedad del espectáculo y del capitalismo. (Usted no está en contra del capitalismo, sino que busca la manera de cómo humanizarlo. En este punto estamos de acuerdo.) No compartimos, sin embargo, el mismo optimismo. Usted piensa que la alta cultura es un medio capital, esencial para rectificar una vertiente del capitalismo. Yo, en cambio, soy más escéptico. Quizá tengo menos fe que usted en la alta cultura.Ha dicho cosas muy interesantes sobre la violencia. Ha dicho que en la sociedad del espectáculo, que también se asocia a la diversión, se ha manifestado toda clase de violencia. Sin embargo, Oscar Wilde, durante un momento importante de la alta cultura, pasó veinte años, casi toda su vida, en prisión. También recuerdo que la nación más cultivada antes de la guerra era la alemana. La alta cultura no pudo proteger a los hombres de la barbarie absoluta que significó el nazismo en la nación de Goethe y Kant.

Yo soy académico, defiendo la alta cultura, pero pienso que también debemos proponer otras vías, distintas a la alta cultura. El conocimiento de las grandes obras es una vía, pero no es la única. Inmersos en la desorientación del mundo contemporáneo, lo que tenemos que hacer es devolverles la dignidad a los hombres, devolverles la fe en la actividad. No solo fe en el conocimiento y en el disfrute de las grandes obras. La alta cultura hace al hombre, pero también el hecho de que los individuos sean actores y que construyan su mundo. La escuela no debe quedarse ahí e ir en contra de la televisión, etcétera. La escuela tiene que dar herramientas para que los individuos se conviertan en creadores, no solo de arte o de literatura, sino creadores de todo.


La alta cultura, que es el humanismo, es una vía. Pero no es la única. Es una vía que debe acompañar a otras, sí, pero si la tomamos como la central, tendremos dificultades. En la sociedad de la imagen, de la diversión, es más difícil que las masas participen en este baño cultural. Que las personas de los lugares más humildes lean el Ulises de Joyce es muy difícil hoy. Es posible, pero muy difícil. De cualquier manera, creo que podemos vivir, y vivir bien, de manera digna, sin conocer las grandes obras.

Estamos de acuerdo en el diagnóstico del origen de la sociedad del espectáculo con el desplome de las jerarquías estéticas. Pero aquí tenemos que tomar un poco de espacio y observar que la sociedad del espectáculo no es la única responsable. Comenzó con la más alta cultura: en las vanguardias. Es ahí donde se da el ataque real contra el arte académico, el estilo, lo bello. Duchamp no es la sociedad del espectáculo y fue él quien abrió la vía a cualquier cosa, la idea de que en las exposiciones podíamos poner cualquier cosa y que solo por eso se llamaría “arte”. La sociedad del espectáculo captó esto, pero nació dentro de la alta cultura. La semilla del desplome de la estética y de la alta cultura está dentro de la propia alta cultura.

Al final, la sociedad del espectáculo no ha cambiado mucho las jerarquías estéticas. ¿Qué ha hecho? La sociedad del espectáculo crea algo inédito en la historia: el arte de las masas. Las artes eran artes tradicionales, artes rituales, artes mágicas, artes religiosas y artes de clase, artes aristocráticas. La sociedad moderna, desde el siglo XX, inventa algo que no existía hasta entonces y que podemos llamar el “arte de las masas”. El cine, por ejemplo. Una película es una obra que se dirige a todos, independientemente del bagaje cultural; no hace falta haber leído las grandes obras para apreciarla. El cine no ha cambiado la estética, ha creado algo distinto. Al lado de las grandes jerarquías estéticas ha creado un arte de la diversión que nos puede dar obras mediocres pero también piezas magníficas; cada vez más obras medianas, que no son grandes obras de arte pero tampoco son malas, producen emociones y hacen reflexionar a la gente.

El capitalismo –el cine es un producto del capitalismo, no hay cine sin capital– no debe rechazarse del todo. Ha creado el arte de masas. Ha creado, también, la publicidad, que podemos denunciar –no siempre es agradable verla, especialmente cuando interrumpe una película o algún programa cultural–, pero ¿cómo podemos pensar en una democracia sin ella? La prensa no existe sin publicidad; hoy, con internet, no puede vivir simplemente de sus lectores. Sin publicidad no puede existir una prensa libre. Hay que denunciar, sí, el fenómeno de publicización de todas las actividades, pero no podemos quedarnos en el aspecto negativo.


Mario Vargas Llosa: Me alegro que Gilles haya tocado el tema del nazismo. Lo primero que hizo el nazismo al llegar al poder fue una gran quema de libros frente a la Universidad de Berlín [hoy Universidad Humboldt], donde prácticamente toda la gran tradición cultural alemana ardió en una pira gigantesca. El nazismo, sin embargo, no ha sido el único movimiento totalitario que ha tenido una desconfianza cerval hacia la creación artística, hacia el pensamiento filosófico, hacia los artistas más o menos críticos de su tiempo, de su sociedad, a los que por supuesto reprimió brutalmente.

La primera acción de todas las sociedades autoritarias de la historia es establecer sistemas de censura por la gran desconfianza que les merecía la cultura. Y tenían razón. Veían en la cultura un gran peligro. Esto es la Inquisición, una institución que se crea para no permitir la libre emisión de las ideas, de las creencias, para encasillar el pensamiento, la vida intelectual, desde luego la vida espiritual, en ciertas normas precisas que respondían a las convicciones del poder. Eso es lo que hicieron el comunismo, el fascismo, el nazismo, todas las dictaduras que en el mundo han existido. Ahí tenemos justamente la mejor demostración de la importancia de tener una cultura rica, altamente creativa y libre. De hecho, una cultura rica y altamente creativa solo puede ser libre. Por eso una cultura rica y creativa es uno de los fundamentos de la libertad. Si ella desaparece es porque ha desaparecido la libertad en el seno de esa sociedad. Esa libertad puede desaparecer, desde luego, en razón de un régimen autoritario y brutal –Hitler, Stalin, Fidel Castro, Mao Tse Tung–, pero puede desaparecer también de otras maneras: a través de la frivolidad y el esnobismo, puede irse degradando cada vez más si llegamos a creer que para cierta gente Joyce, Eliot o Proust son absolutamente inútiles e inservibles –porque no tienen la cultura necesaria, porque tienen una preocupación inmediata mucho más apremiante, porque tienen necesidades que solventar...–. Ese tipo de pensamiento es muy peligroso. Creo que Proust es importante para todos, aunque algunos no sepan leer. Creo que de alguna manera lo que hizo Proust los beneficia también a ellos, a pesar de no estar en condiciones de leerlo. Proust creó un tipo de sensibilidad frente a ciertas cosas que, por ejemplo, hizo a los individuos que fueron capaces de contaminarse de ella más sensibles a la situación de esas pobres personas. Y les dio conciencia de que había unos derechos humanos. Ese tipo de sensibilidad resulta fundamentalmente de la cultura. Cuando la cultura no está detrás esa sensibilidad se embota extraordinariamente. Y eso explica que habiendo sido el nazismo lo que fue haya rebrotes todavía en la Europa más culta y más civilizada. Eso explica que habiendo vivido Europa la experiencia atroz del Holocausto el antisemitismo no solo no haya desaparecido sino que renazca periódicamente. Y que la xenofobia, que es por desgracia una tara universal, rebrote, y no en sociedades primitivas, incultas, sino en sociedades muy cultas, pero justo en aquellos sectores donde no llegan Proust, Eliot ni el Ulises de Joyce.

La alta cultura es inseparable de la libertad. Porque la alta cultura ha sido siempre crítica, ha sido siempre resultado del inconformismo y fuente de inconformidad. No se puede leer a Kafka, a Tolstói o a Flaubert sin convencerse de que el mundo está mal hecho, de que comparado con esas cosas tan hermosas, tan perfectas, tan bellas, donde todo es bello –lo feo y lo malo es también bello y hermoso–, el mundo real es tan mediocre en comparación con ese mundo maravilloso que crearon los grandes escritores, artistas. Esto crea en nosotros un sentimiento tremendo de inconformidad, de resistencia y de rechazo de la realidad real. Esa es la fuente principal del progreso y de la libertad. No solamente en el campo material, sino fundamentalmente en el campo de los derechos humanos y de las instituciones democráticas. La defensa de la alta cultura está ligada a esa gran preocupación por la libertad y por la democracia.

Es verdad que en las sociedades cultas del pasado se dieron injusticias monstruosas desde el punto de vista social y económico. ¿Qué nos hizo conscientes de que esas injusticias estaban ahí? La cultura. La cultura nos dio suficiente sensibilidad, suficiente racionalidad para hacernos conscientes de aquello que andaba mal a nuestro alrededor. Fue la cultura la que nos hizo entender que la esclavitud era injusta y que había que acabar con ella, que el colonialismo era injusto y que había que acabar con él, que toda forma de racismo y discriminación es injusta y violenta. Cuando Proust escribía En busca del tiempo perdido no sabía que estaba trabajando por la libertad y la justicia, pero lo estaba haciendo. Eso estaban haciendo Rembrandt, Miguel Ángel y Wagner cuando componía su música, aunque era racista en su vida privada. Es lo que han estado haciendo los grandes artistas, los grandes pensadores, los grandes creadores, cuya función no es la de los tecnócratas ni la de los científicos –con la contribución extraordinaria que ellos prestan a la humanidad–, que es un trabajo de especialistas, es un trabajo que va orientado en una dirección. El trabajo de los grandes humanistas, en cambio, no va orientado en una dirección, va orientado al conjunto de la sociedad y de alguna manera establece los denominadores comunes que se pierden en la sociedad con la modernización y la industrialización. La sociedad moderna va segregando, va separando a los individuos, y por eso en esta sociedad es tan importante un denominador común que nos hace sentir siempre solidarios y fraternos, porque establece entre nosotros una comunidad de intereses. Esa comunidad de intereses solo la crea la cultura. Esa comunidad de intereses no la establecen jamás la técnica ni la ciencia, que crea especialistas, crea divisiones absolutamente cerradas, incompatibles entre sí.

Por tanto, defender la alta cultura es defender no solamente a esa pequeña élite que goza con los productos de la alta cultura, sino que es defender cosas tan fundamentales para la humanidad como la libertad y la cultura democrática. La alta cultura nos defiende contra los totalitarismos, contra los autoritarismos, pero también contra los sectarismos y contra los dogmas.


Gilles Lipovetsky plantea en sus estudios que las ideologías –de las que tengo la misma desconfianza y temor– se han ido erosionando en la cultura del espectáculo. Que la sociedad del espectáculo ha sido más eficaz que los argumentos racionales y democráticos en la lucha contra las grandes ideologías utópicas. Esto es, que muchas de las ideologías se han ido desintegrando y desapareciendo a través de la necesidad de diversión, de entretenimiento, de las modas y de la búsqueda del placer inmediato y rápido. Si ese es uno de los logros de la sociedad del espectáculo, enhorabuena, es algo que debemos celebrar. El desplome de las grandes ideologías es el desplome de una de las grandes fuentes de guerra y violencia en la sociedad moderna.

Gilles Lipovetsky: Mario ha resaltado un punto en el que estoy totalmente de acuerdo: lo que somos los hombres modernos se lo debemos a la alta cultura. Se lo debemos a la filosofía y a la literatura. La democracia, los derechos humanos y el humanismo no nacen así como así, traídos por la evolución de la historia. Es todo un baño de reflexiones, de sensibilidades modernas traídas por filósofos y escritores y es lo que ha forjado el cosmos humanista, individualista y democrático. El mundo moderno nace del espíritu de ciertos pensadores que han puesto el germen, personas que han dado el código de una sociedad que ya no tiene su base en el más allá, sino que lo encuentra en sí misma al reconocer la libertad, la dignidad y la igualdad de todos. Esta es una invención intelectual que debemos a la alta cultura. Estamos de acuerdo, al igual que en el precepto de que hay que defender la creación como agente de libertad.

No estoy completamente convencido, en cambio, de que la alta cultura nos preserve, nos conserve y nos proteja contra el desborde de la violencia, del totalitarismo o de violencia de cualquier otro orden. Si la alta cultura genera libertad, a menudo, como diría Kant, estaría maniatada contra las amenaza del poder y de los intereses.

Hoy no solo la alta cultura defiende los valores que usted quiere y aprecia tanto como yo: muchos campos, como la televisión, el cine y todo un conjunto de producciones de masa, celebran los derechos humanos y la dignidad. Quizá no lo hagan con obras que serán consagradas por la historia, pero, a pesar de todo, difunden la ideología humanista. Me sorprende ver películas de Spielberg, que no son alta cultura –son éxitos de taquilla y producirlos cuesta millones de dólares–, donde se difunden las ideas humanistas, y se traslada a la sociedad el imaginario democrático y los valores que en su inicio nacieron en la alta cultura.

La sociedad de consumo, del espectáculo, da lo mismo, ha aportado muchas cosas: ha creado bienestar, ha abierto las opiniones, ha disuelto las grandes ideologías, ha dado más autonomía y al mismo tiempo no es suficiente. La sociedad del espectáculo, que promete la felicidad, no puede cumplir esta promesa. Sin embargo, no podemos satanizar a la sociedad de consumo, no se debe “tirar al bebé con el agua sucia”. Hay que quedarse con lo que esta sociedad tiene de positivo –libertad, longevidad, modos de vida–; pero al mismo tiempo hay que reconocer, y aquí estamos de acuerdo, que el universo del consumo es incapaz de cumplir con las aspiraciones más elevadas del hombre. El hombre no es solo un consumidor y la sociedad de consumo se dirige al hombre como si fuera solamente consumidor. ¿Cuál es la diferencia entre el consumidor y el hombre? Hay muchas. En todo caso, con una perspectiva humanista, herencia de la alta cultura, esperamos del hombre que sea creativo, que invente, que tenga valores; condiciones que la sociedad de consumo no da. Por esta razón vemos numerosos movimientos que se comprometen, que proponen, que actúan. Las personas necesitan comprometerse.

A través de internet y de las nuevas herramientas de comunicación vemos un desarrollo formidable de jóvenes amateurs que hacen, crean videos, cortometrajes, música... No todos esos productos son geniales, pero esa actividad nos dice que aquello que Nietzsche llama “voluntad de poder” hoy es voluntad de creación. Esta voluntad es algo que la sociedad de consumo no ha destruido, no ha logrado que el hombre se convierta en algo que solo quiere marcas. Los hombres siguen queriendo hacer algo con sus vidas. Esto es lo que tiene que hacer la escuela: dar herramientas para que el hombre, esté donde esté, pueda hacer algo con su vida y no ser simplemente un consumidor de marcas y modas. Tenemos un trabajo enorme por hacer.

El mecanismo mundial del capitalismo reduce el margen de maniobra, estrecha los márgenes de acción, pero en la cultura sí podemos hacer cosas, la educación puede actuar. Este es uno de los grandes retos del siglo XXI. La sociedad no va a estar conformada solamente por la técnica, también por hombres armados en sus cabezas, en sus deseos. La escuela debe ayudar a los hombres a conseguirlo. La alta cultura es uno de los instrumentos, pero no es el único. Tenemos que repensar la escuela en la era de internet. Tenemos que pensar qué es la educación en una sociedad desorientada, que ya no tiene las referencias de antes. Es un trabajo enorme, pero va a diseñar el mundo del mañana.


Mario Vargas Llosa: Estoy completamente de acuerdo. La sociedad industrial moderna, la sociedad de mercado, la sociedad de los países avanzados ha mejorado extraordinariamente las condiciones de vida de los individuos. Pero de ninguna manera ha traído esa felicidad que busca el ser humano como un destino final. Lo que falta es justamente eso que se denomina una “vida espiritual rica”, que a un sector de la sociedad se la da la religión –un sector que siente que completa su existencia material a través de la fe–, pero queda un sector muy amplio al que la religión no llega, no le dice nada, y ahí es en donde la cultura debe jugar un papel fundamental.

La educación, estoy de acuerdo, debe ser uno de los grandes instrumentos a través de los cuales la sociedad moderna pueda ir llenando ese vacío espiritual. Pero precisamente si hay algo que está en crisis en la sociedad moderna es la educación. No existe un solo país en el mundo cuyo sistema de enseñanza no refleje una crisis profunda, por la sencilla razón de que no sabemos cuál es el sistema más adecuado y más funcional, que cree por una parte a los técnicos y profesionales que la sociedad necesita y, por otra, llene los vacíos que esa sociedad moderna tiene en el campo espiritual. La educación está en crisis porque no ha sido capaz de encontrar una fórmula que una esos dos objetivos. Es ahí en donde tenemos que trabajar si queremos que la sociedad moderna, capaz de satisfacer las necesidades materiales de los hombres y de las mujeres, sea también capaz de llenar el vacío espiritual que acompaña a la sociedad del siglo XX. La educación es absolutamente fundamental, pero junto a la educación también son fundamentales la familia y el individuo, y todo eso requiere que haya unos ciertos consensos a la hora de desarrollar los programas que deben regular la vida de nuestras escuelas, de nuestros institutos y de nuestras universidades. Sobre esto existe una extraordinaria confusión, pero, si existiera por lo menos la conciencia de que es ahí donde nosotros debemos ser creativos y funcionales, creo que habríamos dado ya un gran paso. En todo caso creo que, aunque las discrepancias puedan ser numerosas en la superficie, en lo profundo, Gilles y yo estamos de acuerdo en que hay que leer a Proust, en que hay que leer a Joyce, en que hay que leer a Rimbaud, en que lo que hizo Kant, lo que hizo Popper o lo que pensó Nietzsche son cosas valiosas en esta época, y pueden ayudarnos a diseñar esos programas de educación de los que depende que la sociedad del futuro sea menos violenta y menos infeliz que la de hoy. ~

© Instituto Cervantes, 2012.

sábado, 21 de julio de 2012

TIERRA DE LOS PADRES de NICOLÁS PRIVIDERA (varios)


Prividera: “El cementerio es un espacio simbólico por excelencia”

La ópera prima de Nicolás Prividera, M –donde investigó la historia y el destino de su madre desaparecida– tenía una secuencia que transcurría en el Cementerio de la Recoleta. A este licenciado en Comunicación y cineasta recibido en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc), siempre le resultó fascinante ese espacio donde descansan muchos de los personajes de la historia argentina. Cada vez que transitaba por la zona, decidía entrar. Y siempre pensó en realizar algún film allí. Esa idea primitiva cobró forma en Tierra de los padres, su opus dos, que hoy se estrenará exclusivamente en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín. Prividera terminó de materializar la idea de Tierra... luego del conflicto por la Resolución 125, “cuando empezaron a resurgir discursos que parecían venir del fondo de la historia y hablar más del pasado que del presente: odios que uno solo había visto en los libros”, cuenta el director a Página/12.

Y en el fondo de la historia se sumergió el propio Prividera para elaborar la estructura de este ensayo cinematográfico que tiene una puesta en escena atípica, alejada de cualquier convencionalismo. Es que personas públicas –que van de escritores a cineastas y dramaturgos– leen fragmentos de textos de personajes de la historia argentina en las tumbas del cementerio. Hay escritos de Esteban Echeverría, José María Paz, Facundo Quiroga, Domingo Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Juan Manuel de Rosas, José Mármol, Leopoldo Lugones, Julio Argentino Roca, Bartolomé Mitre, Juan Lavalle, María Eva Duarte, Rodolfo Walsh y Silvina Ocampo, entre otros. La particularidad de Tierra... es que esos textos dialogan y confrontan entre sí. Algunas confrontaciones existieron realmente (como la de Sarmiento-Alberdi) y otras son metafóricas.

Tierra... despertó polémica antes de su estreno porque no fue seleccionada para el Festival de Mar del Plata 2011 ni para el Bafici 2012. Decisiones difíciles de entender, teniendo en cuenta que, si bien es una película que se puede comprender en cualquier país del mundo (de hecho, fue seleccionada para el Festival de Toronto), es mucho más apreciable en la Argentina porque indaga en una buena porción de su historia. Más específicamente, desde el siglo XIX hasta la última dictadura, a través de las lecturas de los relatos mencionados que establecen una suerte de “diálogo de muertos”, de acuerdo con la tradición literaria. “El cementerio me parecía un espacio simbólico por excelencia, en el sentido de que ahí están enterrados prácticamente todos los grandes nombres de la historia argentina, incluso aquellos que pelearon en bandos enfrentados, con una cercanía física y real. Entonces, esa condición del cementerio, de ser a la vez un espacio muy concreto y muy simbólico, me parecía que servía como una especie de metáfora perfecta para la Nación o para las disputas sobre la idea misma de Nación que recorrieron la historia argentina”, subraya Prividera.

–¿Definiría la película como un ensayo cinematográfico?

–No quiero que suene pretenciosa la idea de ensayo cinematográfico, pero intenta serlo desde el momento en que los únicos textos que aparecen son citas literales de los que están enterrados. Es un trabajo de montaje en todo sentido, desde lo textual hasta lo cinematográfico. Y para mí es una película benjaminiana porque se basa en el arte de hacer chocar citas, contrastes e instantes buscando un poco iluminar ese espacio en particular y, a través de ese espacio, toda esa historia que lo atraviesa.

–¿Qué criterios tuvo en cuenta para seleccionar los textos y los autores definitivos?

–Fue un largo proceso de búsqueda. Por supuesto, la idea nunca fue ser exhaustivo. Sería imposible. No se trata de agotar ni la historia ni los personajes mismos, que muchas veces son muy complejos, sino justamente trabajar sobre la idea del fragmento, de la cita y del montaje. Las citas, entonces, fueron seleccionadas en función de que establecieran una suerte de diálogo entre ellas.

–¿Y cómo eligió a los lectores de los fragmentos?

–Después de distintas ideas al respecto, que fue lo que más pensé y lo que más tardé en decidir casi hasta el final, sentí que así como hay una comunidad de los muertos tenía que haber una comunidad de los vivos que son los que los representan. Y tenía que ser lo más amplia posible.

–No son sólo escritores...

–No, hay de todo. A la vez, inevitablemente se terminó definiendo un corte generacional que me pareció que naturalmente tenía que ser así y lo seguí: en general, son nacidos en los ’60 y ’70. Y yo nací en el año ’70. Algunos han hecho de la lectura su trabajo cotidiano, pero no en el sentido actoral del término, sino en uno mucho más literal: de la crítica, de la historia, incluso del cine. Y asigné los textos de un modo intuitivo, no es que hubo un ensayo previo ni una idea preestablecida. Me dejé llevar un poco por los textos que ya tenía seleccionados y porque cada texto pudiera funcionar más con cada uno de esos lectores. Algunos tenían mayor afinidad, otros tal vez eran por contraste. Cada texto y cada lectura funcionan de una manera distinta.

–¿La idea de confrontar algunos fragmentos de personajes históricos es que el público pueda encontrar diversos puntos de vista y, a la vez, las contradicciones de algunos de ellos?

–Sí, desde ya. Lo que quería era jugar con ese entramado de voces diversas y ver cómo esos textos, además de dialogar entre sí, dialogan con nosotros, dialogan en el presente. Muchos de esos textos resuenan en el presente con mucha fuerza.

–Si bien en algunos casos los textos confrontan las ideas de sus autores, en otras ocasiones dialogan...

–Son todos textos que están atravesados por la violencia: desde discursos dichos en el fragor de la batalla hasta discursos en el lecho de muerte, frente al pelotón de fusilamiento, o dando la orden de matar. En ese sentido, más allá de las diferencias ideológicas lo que aparece un poco como leitmotiv es el eterno ritornello de la violencia.

–¿Y lo pensó así porque las distintas facetas de la violencia forman parte inherente de la historia argentina?

–Sí, en ese sentido tampoco soy original. Es una idea que Piglia lee en Viñas: la idea de que lo que hace Viñas es poner al descubierto esa violencia enmascarada que sostuvo la construcción de la nación, la construcción de la Argentina moderna, y que se dirigió a distintos sujetos a lo largo de la historia: el gaucho, el inmigrante. Uno podría agregar el “subversivo”.

–O sea que a través de los textos se puede entender también cómo fue cambiando el concepto de “enemigo”, ¿no?

–Bueno, lo que aparece claramente es que si toda política se define por la construcción de un adversario, la guerra también se define por la construcción de un enemigo. Y el problema es cuando la política se convierte en guerra, cuando el adversario se convierte en enemigo al que hay que exterminar. Eso ha pasado muchas veces a lo largo de la historia argentina. Y eso es lo que busqué reflejar desde ese espacio presente, porque más allá del uso de material de archivo al inicio, la película, obviamente, está toda filmada en la actualidad. Me interesa cómo el pasado resuena en el presente, cómo el pasado persiste, a veces incluso sin que las personas que son habitadas por ese pasado o que habitan ese pasado lo adviertan.

–¿Y los fragmentos funcionan como recuerdos de esos muertos o esos muertos cobran vida de un modo simbólico a la hora de analizar su participación en la historia?

–Los que evidentemente están vivos son los discursos. Detrás de esos mármoles, de esas estatuas, de ese silencio, de esa paz de los cementerios, la que está viva es la historia y los que están vivos son esos discursos que retornan. Simplemente el juego de la película es darles voz, así como los lectores son “mediums” y les dan voz, la película le da vida a ese espacio en términos de jugar a poner en escena esos enfrentamientos, mientras que por contraste muestra un poco ese espacio del cementerio que silenciosamente también habla de todo eso.

–¿Buscó también despegarse de la historia oficial para hablar de vencedores y vencidos?

–Por supuesto que uno, inevitablemente, está con los vencidos. Pero a esta altura de la historia, también la contrahistoria es, de algún modo, una contrahistoria oficial. Quiero decir: así como está la llamada historiografía liberal, también está el llamado revisionismo, que es un movimiento complejo con diferencias internas. No es lo mismo Mitre que Halperin Donghi, que es un historiador moderno, complejo e importante. Y el revisionismo también tiene diferentes etapas. Pero también las dos historias, a esta altura, conviven y también han tenido las dos una representación política importante. A mí me interesa, más allá de cada una de esas visiones en sí, la idea de que la historia es un campo de batalla. Es inevitable, justamente, cómo esos discursos vuelven y retornan, a veces para iluminar la historia y otras para oscurecerla. La película intenta mostrar que esa repetición puede ser traumática, en la medida en que uno no entiende el pasado y lo repite. Hablando casi psicoanalíticamente, hay algo ahí que no está resuelto y que no deja avanzar.

–¿Cómo interpreta la noción de “prócer” que siempre catalogó la historia oficial y cómo cree que funciona este concepto en la película?

–Para mí la idea de prócer es algo demasiado marmóreo. En todo caso, siento más cercana la idea de “padres fundadores”. Es una idea norteamericana. Toda América es un continente donde la construcción del Estado moderno llevó un tiempo brevísimo en medio de disputas muy violentas. Y, en ese sentido, tuvo que generar una historia casi de la nada, borrando toda la historia previa, incluso casi hasta diría la colonial, para construir una historia nacional de doscientos años. Y esa historia inevitablemente tiene grandes nombres y padres fundadores.

Además, me interesa la idea del concepto de “padre” porque uno puede traerlo al psicoanálisis o a otras ramas y pensarlo problemáticamente. ¿Cuál es nuestra relación con la herencia? Es otro de los problemas; es decir, ¿qué se hace con la herencia? ¿Se la asimila, se la discute, se la pone en cuestión? Ese es el punto.

–¿Y eso está relacionado con el título de la película?

–Sí. Bueno, “Tierra de los padres” es la acepción literal de “Patria”. En inglés, es más claro: “Fatherland”. Pero en castellano viene claramente del latín. Estaba también la idea de dar vuelta ese concepto y pensar justamente qué significa “Patria”. Algunas de las teorías de cuándo el hombre dejó de ser nómade y se asentó lo ligan más primariamente a la idea de los primeros cementerios, de no alejarse del lugar donde estaban enterrados los ancestros.

–Casi al final de la película se lee la carta de Rodolfo Walsh a su hija Vicky, en la que le dice que “el verdadero cementerio es la memoria”. ¿Buscó aplicar esa definición a su película a la hora de pensar la historia?

–Es interesante porque es una frase que a mí siempre me pareció muy ambigua cuando uno la lee dos veces.

–¿Por qué?

–Porque justamente la memoria es lo menos parecido a un cementerio, en el sentido de cómo trabaja la memoria. Uno tiene la imagen de un cementerio como algo estático. La memoria es una cosa dinámica, móvil, conflictiva. Es lo menos parecido a un museo y a un cementerio, por poner ejemplos. Y en ese sentido, si el verdadero cementerio es la memoria, significa que no es un lugar pacífico. Y ahí sí hago mía esa frase y creo que, efectivamente, la memoria es algo que siempre está en construcción. Y siempre está asediada y funcionando como un campo de batalla.

Por Oscar Ranzani
Fuente y más información: www.pagina12.com.ar

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Prividera invoca a los muertos para revelar miserias de la historia argentina

El cineasta Nicolás Prividera es el autor de “Tierra de los padres”, un valioso documental sobre el cementerio porteño de la Recoleta en el que invoca a los espíritus de distintos próceres y personalidades de la cultura nacional, para revelar -en un inédito diálogo entre muertos- el lado oscuro de la historia argentina, teñido de sangre, luchas internas y desencuentros políticos.

La nueva película del director de “M”, que se verá desde el jueves próximo en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, nació en 2008 durante el conflicto entre el gobierno nacional y entidades del campo, ya que -según recordó el director- “se traían a cuento voces que parecían reflejar viejos odios del pasado, algo inevitable para discutir las políticas del presente”.

Prividera seleccionó y puso en contraste ideas y pensamientos de personalidades de distintos períodos de la historia nacional, como Esteban Echeverría, Juan Manuel de Rosas, Facundo Quiroga, Domingo F. Sarmiento, Juan B. Alberdi, José Mármol, José Hernández, Juan Lavalle, Bartolomé Mitre, Julio A. Roca, Eva Perón, Paco Urondo, Rodolfo Walsh y Juan José Valle, entre muchos otros.

Como si se tratara de una enorme ironía, los restos de todos esos personajes enfrentados ideológica y políticamente, que defendían visiones diametralmente opuestas sobre cómo construir la Argentina, están enterrados en la Recoleta, “una ciudad dentro de una ciudad que simboliza a todo el país, porque la historia argentina se puede condensar en 200 años y mucho de ella está guardada en ese lugar”.

En una entrevista con Télam, Prividera -que en “M” evocó a su madre, desaparecida durante la última dictadura militar- explicó que “todos esos discursos están atravesados por la violencia y expresan su contexto histórico. Eso me permitía jugar con la falsa apariencia de paz del cementerio, detrás de la cual se esconde una violencia que está muy presente y nos sigue interpelando hoy en día”.

Allí están incluidos, por ejemplo, los viejos antagonismos ideológicos, culturales y políticos que marcaron la historia nacional, generando guerras intestinas, masacres y persecuciones, tales como federalismo o unitarismo, campo o ciudad, provincias o metrópoli, civilización o barbarie, y peronistas o antiperonistas, entre muchos otros.

“Todos esos textos expresan una batalla y una lucha de clases que se repite de distintos modos desde el siglo XIX hasta la última dictadura militar, y su coincidencia es que están atravesados por la violencia, porque son citas de momentos donde esos personajes extremaron el discurso y lo llevaron a su punto más alto”, señaló el director.

Y añadió: “La muerte está abordada como elemento inevitable. La película y la historia están atravesadas por la pasión. Uno tiene un concepto de la memoria como algo fijo, inmutable, pero en realidad es todo lo contrario, porque la memoria individual y colectiva es como un campo de batalla donde hay conflictos y pasiones, y eso es todo lo contrario a un museo o un cementerio”.

En ese sentido, Prividera sostuvo que “cada presente del filme interroga al pasado; hay como una dialéctica y una conversación entre pasado y presente, entre lo aparentemente muerto y lo vivo. La película pone en escena un diálogo entre los muertos y otro entre ellos y nosotros, en función de nuestra propia vida, de nuestra propia revisión del pasado para poder ir hacia el futuro”.

Todos esos textos son leídos en los pasillos del cementerio, frente a las tumbas y las criptas de sus propios autores, por distintos artistas, actores, cineastas y escritores argentinos de la actualidad, como Martín Kohan, Susana Pampín, Emilio García Wehbi, Alejandro Tantanian, Lucía Cedrón, Gustavo Fontán, Carlos Gamerro, Gustavo Nielsen, José Campusano, Ricardo Ibarlucía y Félix Bruzzone.

Como si se tratara de médiums que le prestan su voz y su cuerpo a los muertos, cada uno de los lectores permite ver cómo el pasado aún resuena en el presente y cómo esas ideas, frases y palabras revotan en un espacio tan particular como el cementerio de la Recoleta, donde el director también registra y retrata la vida cotidiana de sepultureros, turistas y admiradores de algún personaje allí enterrado.

La película, que tuvo su premier mundial en el Festival de Toronto y se verá todos los días en la sala Lugones a las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas, “trabaja con profundos contrastes entre pasado y presente, lo estático y lo móvil, visitantes y cuidadores, vivos y muertos. Además tiene formas y juegos de lo ficcional, pero una puesta en escena que transita el documental”.

Para Prividera, “cualquier película está atravesada por su contexto histórico y en este caso me parece que se trata de una película necesaria para este momento actual, porque habla -de algún modo- la forma en que el presente discute el pasado. Eso es mucho más visible hoy en día, de un modo mucho más dramático”.

“Mientras filmaba me di cuenta del punto de vista de la película. Creo que se trata de una película `alberdiana`, siento que la voz de la película es la de Juan Bautista Alberdi, porque le podía discutir a alguien como Sarmiento proponiendo una visión más inclusiva del país y la sociedad, diciendo que la exclusión siempre termina en tragedia”, agregó.

El cineasta destacó que Alberdi “ocupa el lugar siempre molesto de una tercera posición muy difícil de sostener, y eso lo traigo al presente porque cuando se extreman las posiciones es más difícil tener una visión incluyente y conciliadora, y cuando se acaba la política empieza la guerra, porque la política es siempre la propuesta de un diálogo posible, aun entre gente de visiones enfrentadas”.

“Por eso no me resulta paradójico que esta película haya sido bastante malentendida, incluso antes de haber sido estrenada, porque me da la impresión de que es un como un espejo en el que cada espectador puede ver su propia versión de la historia. Todos tenemos una visión previa y un juicio que al enfrentarse con la película hace que resurjan esas pasiones que todos tenemos”, afirmó.

Y subrayó que “es una película que apuesta por una posición intermedia y menos virulenta, porque pone en escena la violencia pero para generar algo diferente, un distanciamiento y una reflexión sobre ella, de dónde viene y cómo afecta a la política. Creo que nadie será neutral después de verla”.

Fuente y más información: www.telam.com.ar

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Crítica: ¿O juremos con gloria morir...?

Monumentos, panteones, placas, textos. El cementerio de Recoleta como espacio de acción discursiva y de confrontación de voces de la historia argentina. Un prólogo mortuorio con imágenes de la Argentina de la segunda parte del siglo XX, acompañadas por los sones del Himno Nacional y un epílogo fúnebre donde el Río de la Plata cobra protagonismo mientras “Va Pensiero” de Verdi recorre ese otro cementerio de cadáveres.

Nicolás Prividera opina desde los textos de próceres, políticos, intelectuales, presidentes y proclamas qué fueron aquellos tiempos y qué es esto de hoy. La operación estética es singular: recorrer el cementerio aristocrático desde la lectura del pasado para llegar a la reflexión del presente y –vaya intención– explicar la sangre derramada, los enfrentamientos, los ajusticiamientos y los incontables cadáveres que sintetizan un país.

En ese sentido, Tierra de los padres no es sólo una lección de historia convencional donde diversas personalidades de la cultura leen la palabra escrita de casi dos siglos junto a lápidas y monumentos recordatorios. Tierra de los padres coloca en tensión a la Historia porque la elección de textos es democrática y en algunos casos deja vislumbrar las contradicciones de un mismo personaje. Sarmiento y su Facundo, Lugones y su espada, la feroz ambigüedad de Rosas, la autosuficiencia asesina de Roca y la visión de futuro de Moreno son algunas de esos parlamentos que tienen que estar sí o sí en un film de estas características. Pero horrorizan personajes secundarios como Hilario Ascasubi y su goce a pleno al narrar las torturas a los salvajes unitarios.

Sin embargo, la película no se queda sólo en eso: el cementerio también es recorrido por visitantes, turistas y estudiantes que escuchan el desgano de una guía cuando se planta frente a la tumba de Eva Perón. Y junto a ese mismo mármol un pequeño grupo de veteranos fieles al movimiento entona la marcha, pero no la primera parte, sino la segunda y tercera, resignificando a la celebrada y mítica canción. ¿Puro azar? ¿Casualidad o causalidad? No importa, eso muestran las imágenes. Dos gatos se disputan una paloma muerta, los trabajadores del lugar hablan entre ellos de sus rutinas mientras transportan ataúdes, las angulaciones de cámara sobre determinados monumentos van más allá del virtuosismo del encuadre. Planos planificados fusionados a planos azarosos que terminan resultando una de las tantas virtudes del film. Los testimonios de la segunda mitad del siglo XX –Rodolfo Walsh, Victoria Ocampo, el general Valle, Videla, Massera, entre otros– anuncian el último viaje, el de ese plano secuencia aéreo de cinco minutos sobre el interminable río mientras el coro de “Nabucco” actúa como contrapunto de aquellos fantasmas que cobraron vida detrás de los muros.

Por Gustavo Castagna
Fuente y más información: http://tiempo.infonews.com

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Crítica

TIERRA DE LOS PADRES, NICOLÁS PRIVIDERA, ARGENTINA, 2011

Después de M, su conmovedora y rabiosa ópera prima acerca de su madre desaparecida en la última dictadura militar argentina, Prividera toma un camino inesperado aunque no menos personal, más allá del drama íntimo e histórico: filmar 200 años de historia argentina desde una necrópolis aristocrática, allí donde los supuestos héroes de la patria descansan. El cementerio de la Recoleta, en el centro de la Capital Federal, es el escenario elegido para que hombres y mujeres de distintas edades y profesiones (cineastas, escritores, actores, estudiantes, etc.) lean algunos textos centrales e ideológicamente relevantes de la Historia argentina oficial (y no oficial), en la mayoría de los casos al lado o al frente de las tumbas de sus autores. El resultado es magnífico y perturbador: los textos resultan actuales (y universales), más allá de que algunos pertenezcan al siglo XIX. Alberdi puede ser un contemporáneo de Paco Urondo; Rosas, de Lugones. Una cita de Evita, en uno de los momentos claves del film, adquiere una validez extrapartidaria, y de algún modo explicita la perspectiva del cineasta, jamás distanciada o neutra, sobre la violencia de clase que atraviesa la historia argentina. Si bien el texto urde un relato coral, algunas voces desentonan más que otras: las citas de Sarmiento, nunca fuera de contexto, denotan la barbarie congénita de su liberalismo de avanzada, mientras que el pasaje de la “Carta abierta a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh sintetiza una lucha por la justicia y la equidad, y cada palabra tiene una dignidad irrefutable frente a otros discursos leídos, pletóricos de galimatías y figuras retóricas que sólo resguardan el odio y el desprecio de clase. Los cuidadosos planos fijos y las elecciones de encuadre se apropian de las estatuas del cementerio, haciéndolas valer como elementos de una puesta en escena lúcida en donde arquitectura y discurso sintetizan los antagonismos y luchas de un país signado por la violencia, lo que se anuncia desde el comienzo con un trabajo de montaje controversial sobre material de archivo de varios estallidos sociales, incluyendo el de diciembre de 2001, mientras suena el himno nacional argentino. Prividera no desestima mostrar la vida que subsiste en la ciudad de los muertos, y en varios pasajes filma a los cuidadores de los mausoleos y panteones (hay un plano de la tumba de un trabajador del cementerio), observa a los gatos que deambulan, a veces disputándose una paloma muerta, y registra la visita de turistas, estudiantes, familiares y compatriotas. Pero Prividera tiene reservado un giro final; un preciso travelling aéreo sobre el cementerio tendrá un destino específico que refuerza la idea de una contrahistoria: la que viven inconscientemente en la memoria, como los espectros que la representan, quienes desconocen el descanso eterno.

Por Roger Koza
Fuente: Ojos Abiertos
Más información: http://ojosabiertos.wordpress.com/