domingo, 30 de septiembre de 2012

MENOS ADJETIVOS Y MÁS ANÁLISIS: apuntes sobre el artículo CINEMA ODISEA publicado en la revista literaria BUEN SALVAJE (Escribe Óscar Contreras)


Hace unas semanas -mientras esperaba a una amiga en el cine- tomé un número de BUEN SALVAJE la flamante revista de literatura y cultura cuyo primer número circula gratuitamente. Y me detuve en un artículo titulado CINEMA ODISEA firmado por José Tsang (http://revistabuensalvaje.files.wordpress.com/2012/09/buensalvaje_n1.pdf). Confieso que nunca había leído tantas medias verdades y lugares comunes alrededor del cine peruano.

Tantas adjetivaciones dentro de una misma infografía alrededor del peregrinaje, los intereses y las posibilidades de los nuevos cineastas peruanos en su intento por dirigir o producir una película. A la manera de un instructivo o esclarecimiento. Como si un profesional en ciernes necesitara una cartografía para conducirse por la vida. Como si debiera advertírsele sobre los riesgos, peligros, injusticias, mieles, sabores, sinsabores, transas y consensos a los que deberá enfrentarse inexorablemente.


Rousseau decía que la peor manera de hacerle perder el miedo a los niños era asustándolos. Y creo que Homero no visualizó La Ilíada o La Odisea -o la moral de sus personajes- a partir de un cuadro sinóptico reduccionista. De cualquier forma el documento salpica un sinnúmero de clichés, a saber:

“Cine festivalero” (ojo, el cine de Joe Werasethakul es festivalero); “pedigrí nacional e internacional” (el del perro cine peruano); “moral punk” (pregunto ¿por qué no moral hippie, moral mod, moral heavy, moral rasta, moral grunge, moral hip hopera, moral cumbiambera, moral salsera o moral mulizera?); “obra maestra comercial” (¿por qué no obra maestra a secas? o ¿hay un problema con ganar plata y filmar una película lograda?); “mamarracho mercantilista” (por oposición, “mamarracho socialista”); “… ese subgénero del cine peruano de calatas y lisuras…” (ya, las de Leonidas Zegarra ¿y cuáles más?); “la pornomiseria” (¿?); “… filme digno que recibe premios o que, lamentablemente, pasa sin pena ni gloria por el público y los festivales…” –y cita el autor- “LA TETA ASUSTADA, PARAÍSO, CUATRO y TARATA”. Conviene recordar que TARATA es una cinta negada en todos sus extremos; y LA TETA ASUSTADA pasó por varios festivales internacionales y ganó otros tantos. Y si bien no fue un fenómeno de recaudación y asistencia es más que “una película digna” (Oso de Oro de Berlín y candidata al Óscar a Película No Hablada en Inglés, nada más y nada menos).

Sigue diciendo el autor de la nota:

“… la libertad del amateurismo virtuoso…” (digo que Steven Spielberg, P.T. Anderson, Johnnie To y los Hermanos Dardenne son virtuosos, son libres y no necesitan desenvolverse como “cineastas amateurs”; por el contrario, son directores curtidos, que han consolidado su estilo a partir de la experiencia: y siguen experimentando); “… el circuito agotador y controlador de los fondos estatales y europeos…” (el mismo circuito de fondos estatales y europeos que financian las películas de Lisandro Alonso, Bruno Dummont y Abbas Kiarostami, conspicuos exponentes del “otro cine”).

Finalmente el autor pondera la mística del “cine de guerrilla” (¿?) y le da la bienvenida a aquellos realizadores que opten por esta ruta. No se asusten, no es un cine apologista de Sendero Luminoso, no. Es un cine que toma por asalto el sistema de realización y producción de películas hasta ahora conocido (con sus virtudes, vicios, ventajas y vilezas); lo destruye para negarlo; y funda un nuevo orden: el de la ética y estética “honesta” pero hermética, centavera y solipsista (“… tu presupuesto puede ir de 50 a 10,000 dólares…”). El problema del “cine guerrilla” es que sólo puede ser visto por los allegados del director. Es absolutamente minoritario y transita por la delgada línea del fracaso, lo insubstancial, lo ridículo y/o la genialidad.

El gran problema del “independentismo” creativo es que todos quieren ser Godard. Hasta los analistas que lanzan panegíricos y quieren tener el orgullo de descubrir (por fin) al poeta maldito del cine; que acabe de una vez con un estado de cosas tan mediocre como el que nos ha tocado vivir. “Los independientes” quieren vivir los sesenta, el Mayo del 68’ y demás hierbas. Y no se dan cuenta que el tiempo pasó. No hay más mayo parisien, ni maoísmo, ni plastiqueurs. Hay crisis financiera mundial, recesión, inflación, globalización, negocios mundiales, movilidad social, emergencia económica en países como el Perú, conflictividad social, infraestructura deficitaria, degradación ambiental, etc. El mundo necesita cine, refugios, puertas a través del arte, inspiración, substancialidad.

Está claro que el derecho del autor del artículo es expresar su gusto y se respeta. Pero el esquema o infografía que propone no arroja luces sobre la conclusión final; sobre la legitimidad del “cine guerrilla”; por tanto es una arbitrariedad.

“¿Qué hay que hacer para filmar una película en el Perú?” Desde mi humilde lugar: vivir, leer, filmar, equivocarse, acertar, ganar y perder. Y no tomar tan en serio el artículo CINEMA ODISEA.



sábado, 29 de septiembre de 2012

MEDIO SIGLO DE LA CIUDAD Y LOS PERROS, escribe Danubio Torres Fierro (www.letraslibres.com)

 

http://www.letraslibres.com/revista/dossier/medio-siglo-de-la-ciudad-y-los-perros?page=0,0

I


Un libro es muchos libros. Es un objeto, es una metáfora, es un mundo finito (el número de sus páginas) y es un mundo infinito (la literatura que se prolonga y nunca se acaba). En el caso de La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, que en este 2012 cumple cincuenta años de existencia –motivo de una edición conmemorativa recién lanzada por la Real Academia Española, la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara–, ese libro, que estaba llamado a adueñarse de una trayectoria excepcional, fue también muchos libros. En principio, y como lo ha aclarado su propio autor, se comenzó a escribir en el otoño de 1958, en Madrid, en una tasca de Menéndez y Pelayo llamada El Jute, que miraba al parque del Retiro, y se terminó en el invierno de 1961, en una buhardilla de París.

El manuscrito –señala Vargas Llosa– estuvo rodando como alma en pena de editorial en editorial hasta llegar, gracias a mi amigo el hispanista francés Claude Couffon, a las manos barcelonesas de Carlos Barral, que dirigía Seix Barral. Él lo hizo premiar con el Biblioteca Breve, conspiró para que la novela sorteara la censura franquista, la promovió y consiguió que se tradujera a muchas lenguas.

Estas informaciones están cargadas, todas ellas, de significación. Más allá del hecho, bastante más común de lo que sería deseable en el desarrollo de la literatura, de que el original de la novela fuera rechazado por varios editores, su proceso de escritura, su descubrimiento y su aparición configuran un tránsito que obedece, en cada una de sus etapas, a una época específica, a un cuadro histórico circunscripto y reconocible. Es el cuadro de los primeros sesenta en América Latina y España, un cuadro en el que el entonces joven de 27 años Vargas Llosa se inserta y, por extensión, inserta a La ciudad y los perros, que mientras aguardaba a quien osara publicarla no se titulaba así sino Los impostores. De ahí que la novela estuviera destinada a convertirse –como se intentará demostrar en estas líneas– a la vez en el punto de partida y en el epítome literario de una época. En este final de párrafo se hace necesario insistir: un libro es uchos libros.

II

América Latina se adentra, por esas fechas, en una crisis muy marcada por la tensión bipolar que genera en el continente la Guerra Fría, por la onda expansiva que provoca la Revolución cubana, por el agotamiento y el intento regenerador de las versiones de los populismos, por unas economías que comienzan a asistir a la merma del enriquecimiento que generaran las guerras europeas. Tales hechos se acompañan de un fenómeno colectivo que ocurre con mucha frecuencia en el continente. Por un lado, se (re)vive un optimismo que enciende sus energías creadoras –y que en el Brasil, por caso, encuentra su expresión más empinada en la edificación de Brasilia–, y, por otro, (re)aparece el pesimismo acerca de las propias potencialidades –que en Argentina, por caso, acabará por enterrar los vestigios liberales en una sociedad de clases medias–. Alternados y cíclicos, uno y otro impulso se dan la mano hasta desembocar, a poco andar, en la rueda del militarismo, las guerrillas, las dictaduras y la radicalización de las ideologías. En ese caldo de cultivo, y en una fecha imprecisa que podría situarse en algún punto de la década de los sesenta, se perfilará la generación de escritores que se conocerá como la del boomliterario latinoamericano. Y, en ese clima, muchos de esos escritores partirán al exilio, forzado o voluntario. Entre ellos, uno de nombre Mario Vargas Llosa: abandonaría su Perú natal en 1958 y no regresaría hasta 1974, cargado con la fama que le llegó desde una edad temprana. Una vez más, en esa vuelta de esquina, aunque con distintos ropajes, se (re)plantearía la tensión entre cosmopolitismo y americanismo, orígenes europeos y orígenes transplantados, que con frecuencia incentivara las relaciones entre las literaturas iberoamericanas.

España, por su parte, vivía los tiempos del “tardofranquismo” y se aproximaba a cancelar una etapa oscura de su historia. Allí destacaba, en Barcelona (ciudad que se volvería un centro cultural irradiador por su cercanía europea y por servir de cobijo para intelectuales y escritores), el sello editorial Seix Barral y el nombre de Carlos Barral, su director. Barral fue una figura fundamental en la España de esos años, al comandar una casa que ayudó a que las vanguardias europeas circularan en el país, que renovó allí el paisaje de las ideas y que apostó por acentuar el vínculo entre las literaturas latinoamericanas y la española. Fue Barral, precisamente, y como lo reconoce el propio Vargas Llosa en las declaraciones suyas citadas más arriba, quien rescató el manuscrito de lo que todavía se titulaba Los impostores, logró que en 1962 ganara el Premio Biblioteca Breve que otorgaba la misma Seix Barral y lo publicó en 1963 ya como La ciudad y los perros. Ese era, y lo continuaría siendo por algún tiempo, el más codiciado de los galardones literarios en lengua española. Tiempo después, en las páginas de sus continuados volúmenes autobiográficos, Barral recordaría con cariño la irrupción del jovencísimo Vargas Llosa en su entorno personal y profesional y se referiría a su disciplina escritural como la de un “trabajo monástico”. Por cierto, Barral también dará explicaciones sobre lo que de verdad aconteció con el original de otro manuscrito famoso, el de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, que supuestamente él no aceptó.

El otro galardón importante era, por ese entonces, y con el patrocinio compartido por varias editoriales europeas, el Premio Formentor (en el que Barral jugaba un papel principal como inspirador y agitador), que en 1961 había premiado de forma conjunta a Jorge Luis Borges y Samuel Beckett. Así las cosas, y en ese escenario, y más allá del interés económico que comenzaba a imponerse como objetivo mayor en el ramo de la industria editorial (que acabaría por llevar al propio Barral a un callejón sin salida), o de cuestiones coyunturales como el empuje de la Revolución cubana (que enredaría y confundiría a varios protagonistas del boom), o de asuntos de alcances universales, como el inminente estallido del 68 como impositivo annus mirabili dinamizador, el movimiento reunió a los escritores de uno y otro lado del Atlántico. En un espacio estético común, los presentó unidos a la sorpresa del mundo lector y ayudó a que la literatura española se ventilara y a que la latinoamericana se expandiera. Cómodos en (y con) la madre literatura, carnales en el uso que hacen de ella, felices con la corriente eléctrica que les transmite, aplican –tácita o explícitamente– su economía de reflexión en unos libros que comentan al mundo y, además, se comentan a sí mismos. Cabe recordar que la traducción española de Grande Sertão: veredas apareció en Seix Barral, que más tarde publicaría también el volumen de cuentos Primeras historias, y que a partir de allí Guimarães Rosa (un adelantado del boom por la índole emancipadora de su gran novela) entró derechamente en el canon de las letras iberoamericanas, dando un lugar al Brasil en ese proceso intercontinental. Desde las épocas de Rubén Darío y el modernismo catalizador no ocurría algo semejante. Si La ciudad y los perros no abrió las compuertas de tal proceso, fue sin duda una de las obras que más las empujó. En efecto, un libro es muchos libros.


III

Toda obra de arte es una revancha de la voluntad contra la fatalidad. La ciudad y los perros, como libro que es muchos libros, participa de esa sentencia. En principio, esa historia que narra una intensísima tranche de vie de cuatro muchachos peruanos alumnos del colegio militar limeño Leoncio Prado (el mismo en el que Vargas Llosa estudió) encierra, en sí misma, una reflexión acerca de la palpitación inconsciente y el papel determinante de la fatalidad en el humano acontecer. Las vueltas atrás en el curso de las narrativas, los encadenamientos subterráneos que las entretejen y los monólogos directos o indirectos de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, que alimentan y organizan el material y su entramado, con su maniática concentración interior, y sus graves cadencias de elegía de unas conciencias puestas a revelarse en sus intrincadas transiciones, así lo testifican. De ahí que los protagonistas no sean exactamente protagonistas sino agonistas, antihéroes: parecen cargar con unos destinos ya trazados y que ellos intentarán desviar o enmendar o corregir o aceptar. Tan es así, que una de las razones por las cuales el lector cumple su deseo de vivir en la novela, y con ello satisfacer su ansia de transformar y acaso anular temporariamente la insuficiencia de su propia vida, radica en la manera en que siente el peso de humanidad que la permea y recorre. El mal que el autor insufla en la fatalidad de los hechos que encadena y el sordo rumor con que logra sostener cada página hacen que el lector descubra que en la novela sea tan importante lo que se dice cuanto lo que no se dice. Los temas recurrentes del fanatismo y la intolerancia, por su lado, al estimular una atmósfera de sospecha, venganza y castigo interligados, atizan una tensión que no hace más que crecer y avanzar, implacable.

Hay un hecho que contribuye mucho a enriquecer la dimensión humana que ayuda al establecimiento del pacto entre el lector y la obra. La novela cuenta, antes de nada y sobre todo, un rito iniciático. Se trata, en efecto, del pasaje arquetípico de la adolescencia a la juventud o, en otras palabras, de la inocencia a la corrupción. La verdad de su asunto, entonces, es una verdad compartida por todos nosotros, lectores: el tránsito mítico de una a otra de nuestras etapas vitales con sus expiaciones y sus reconciliaciones, sus terrores y sus laberintos. Por algo el momento más dramático se alcanza en la convergencia de todos los momentos que componen la novela como un sistema de “vasos comunicantes”, para emplear una expresión acuñada por el propio autor. Más aún: Vargas Llosa descubre en cada uno de su cuarteto de peruanos al hombre, y en cada hombre al testigo y la víctima. Es como si el escritor, desde el influjo que sobre él ejercen las sombras faulknerianas (el repiqueteo épico de la conciencia), malrauxianas (las ambigüedades morales que atraviesan las decisiones personales) y sartreanas (el discurso literario como denuncia y liberación) que por entonces lo acosan, oyera la respiración del universo y, según el clásico, la tradujera en palabras, palabras y más palabras. Palabras que tienen una doble realidad: una física, material, y otra metafísica, inconsútil. La inteligencia de Vargas Llosa se hace evidente cuando se repara en la ambición literaria que sirve de envión al proyecto, en el denuedo con que pone en práctica la idea norteamericana de la novela como técnica y dominio y maestría, en la capacidad crítica para mirar de reojo lo que narra y en ese mirar comentar y sopesar y valorizar sus materiales, retorciéndolos y engrandeciéndolos. Bautizarse escritor implicaba, para Vargas Llosa, tener algo que decir y saber cómo decirlo. La literatura era para él, y desde fecha tan temprana como 1962, esencialmente problemática. Vargas Llosa debió ser, de niño, y como él mismo lo ha expresado, algo de Alberto y el Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo; pero esos personajes pertenecen por entero a la madre literatura: no se salen de un libro que es muchos libros.

IV

Un libro es, sí, muchos libros: leemos de manera distinta un mismo libro en cada época de nuestra vida. Alojada, como todo gran libro, en las profundidades de la conciencia personal, vuelta experiencia que hemos hecho propia, La ciudad y los perros resiste airosa el paso del tiempo y se apodera, hoy como ayer, de su lector por su áspera convicción estética y moral y por su íntimo poder de convicción emocional. Vargas Llosa acertó al elegir el que quizás sea el axioma rector de su novela: nos entendemos mejor (Alberto y el Jaguar, el serrano Cava y el Esclavo se entienden mejor) en la medida en que aprendemos, si es que logramos aprender, a comprender nuestra historia.

V

Vuelta a lo mismo: un libro es muchos libros. Escribo este artículo en São Paulo, Brasil, y descubro que una primera traducción al portugués de La ciudad y los perros (publicada por la editorial Objetiva, y de la que consulto la quinta edición, de 1991) hecha por Milton Persson, osó titularse Batismo de fogo y convirtió sin más trámites a Alberto en el Poeta y al serrano Cava en Triplé. En 2007, Alfaguara dio a conocer otra traducción al portugués de Brasil, que es la que circula ahora en el país, que sensatamente se titula A cidade e os cachorros y que, firmada por Samuel Titan Jr., es sin duda otro libro, un libro autónomo, un libro con fuerza propia: su sabiduría y su sensibilidad al volcar el texto originalasí lo atestiguan. ~

viernes, 21 de septiembre de 2012

LA DEUDA DEL SOLDADO, escribe GUSTAVO GORRITI para IDEELE REPORTEROS



http://idl-reporteros.pe/2012/08/23/columna-de-reporteros-94/

La semana pasada murió un soldado: el general EP Gonzalo Briceño Zevallos, el fundador de la Escuela de Comandos del Ejército, cuyo predicamento dentro de su institución se basó tanto en la destreza militar como en el ejemplo moral.

Escribo esto y temo que suene al lugar común de los elogios fúnebres, donde virtudes ausentes en la vida son conscriptas en forzada e incómoda formación al lado del ataúd.

Pero es cierto. Gonzalo Briceño fue un soldado de vocación, con iniciativa y audacia, que sentó paradigmas duraderos a través del ejemplo y el riesgo personal.

En los ejércitos, los líderes de fuerzas especiales suelen ser oficiales poco conformistas, de pensamiento original y espíritu audaz, a quienes los jefes tradicionalistas suelen detestar a hígado completo.

David Stirling, por ejemplo, el escocés que fundó el legendario SAS británico durante la Segunda Guerra, era un montañista apasionado que en 1939 se entrenaba para intentar escalar y coronar el Everest (lo que no fue conseguido sino hasta 1953).

Tanto él como el extraordinario estratega de operaciones especiales, Orde Wingate, pelearon en dos frentes: contra el enemigo del Eje nazi/fascista; y contra los militares convencionales a quienes la originalidad y, sobre todo, la irreverencia de estos soldados, ponía en trance de furia paroxística.

Tanto Stirling con el SAS, como Wingate con los Chindits, la última unidad que comandó, predicaron sus estrategias en incursiones profundas detrás de las líneas enemigas. Los resultados fueron de una eficacia devastadora.

Pese a la furiosa oposición de los tradicionalistas, Wingate contó con el apoyo de Winston Churchill, quien lamentó así su muerte en 1944, en plena campaña Chindit: “ …el mayor general Wingate… ha pagado la deuda del soldado… fue un hombre de genio que bien pudo haberse convertido en un hombre de destino”.

El ethos, la leyenda de las fuerzas especiales alimentaron la imaginación de muchos jóvenes oficiales después de la Guerra. En 1959, el entonces comandante EP Gonzalo Briceño logró que el Ejército lo enviara a llevar el curso de Rangers en el Ejército de Estados Unidos.

En Fort Benning, recuerdan sus contemporáneos, los militares gringos le informaron que él no podía participar en el curso, porque éste era solo hasta el grado de teniente (y entiendo que excepcionalmente de capitán). Briceño ofreció quitarse los galones y ponerse los de teniente. Y eso es lo que sucedió. El comandante se hizo teniente y luego Ranger..

Cuando vean a un militar dispuesto a perder galones para cumplir su misión, sabrán que han visto a un verdadero soldado.

En el Perú, Gonzalo Briceño fundó la Escuela de Comandos del Ejército, cuyos rigores en el entrenamiento garantizaron trabajo a los traumatólogos y la reputación de los graduados.

Una vez conversé largo con Briceño en los años 70, en Arequipa. Briceño ya era general, segundo jefe, si recuerdo bien, de la entonces III Región Militar; y yo era un agricultor a quien, junto con otras, interesaba la historia militar. Coincidimos en un café y terminamos charlando sobre, precisamente, Wingate, Stirling, T.E. Lawrence y también, en el otro lado, Skorzeny. Me impresionó su conocimiento del tema.

Años después, cuando Briceño ya estaba en el retiro y la Escuela de Comandos vivía su propia dinámica, con las huellas del paso del tiempo y las nuevas administraciones, llegué, como periodista de Caretas para hacer un reportaje, con un equipo de la revista, a la Escuela.

Era diciembre de 1982 y el Ejército se preparaba a entrar a Ayacucho. La Escuela graduaba una nueva promoción que casi con seguridad iba a ser destinada a acciones contra Sendero; y queríamos mostrar, acompañándolos por unos días, cómo era la preparación de los comandos.

Fueron, digamos, días de explosiones, disparos, pistas de combate, fuego real, práctica de puñales, muchas fotos.

Poco después, en camino hacia varios simulacros y una marcha nocturna, la realidad cambió escenarios.

En un jeep militar manejado por un recluta, íbamos el reputado fotógrafo Fernando Yovera y yo, sentados en el asiento de atrás, adelante estaba un mayor EP de la Escuela de Comandos apellidado Tejada.

Al empezar la bajada de Cieneguilla, el jeep comenzó a tomar velocidad. Los pasajeros, que íbamos medio amodorrados, nos despertamos de inmediato. “Aguanta un poco” le pedí al chofer. No respondió. “¡Engancha!” le insistí, mientras el mayor Tejada ordenaba lo mismo. “¡No entra, mi …” contestó el chofer, haciendo el intento de cambiar de marcha, entre el ruido de dientes de piñones chocando entre sí.

“¡Frena, pues hijo, frena!” ordenó Tejada. El chofer hundió el penal del freno hasta el fondo, una y otra vez. Nada. Los frenos estaban vaciados. Ya el jeep iba demasiado rápido y no se podía saltar. Pasamos a un transporte militar como si éste estuviera detenido.

¡Pégate al cerro!” le dijimos. El chofer no contestó, pero no lo hizo. Pasamos una curva cerrada, otra más, aumentando la velocidad. Era imposible correr toda la bajada en neutro. Veíamos la tierra y las piedras, veloz, violentamente cercanas.

Otra curva y se abrió un tanto la quebrada. Cascajo, piedras y rocas pequeñas antes de una pared de peña. El chofer lanzó el jeep contra las piedras.

La máquina saltó, rebotó, voló saltando, se inclinó y enderezó en el aire. Dio botes y botes y botes, antes de detenerse a centímetros de la pared de roca.

Tejada saltó del jeep. Yo me di cuenta que me había quedado con la barra de protección en la mano. Yovera se puso a tomar fotos. Entonces nos alcanzó el camión de transporte de tropa y un capitán bajó y saludó a Tejada, “¡Qué bonito accidente, mi mayor!”. Hasta los accidentes parecían una virtud comando.

Golpeados y todo, seguimos, a bordo del camión, con el programa. En la noche, después de varios simulacros de emboscada y reacción rápida, emprendimos la marcha nocturna desde Cieneguilla hasta Santiago de Tuna. Junto con los comandos íbamos dos periodistas de Caretas, yo y Benito Portocarrero.

El ascenso es solo hasta los 3 mil metros, pero muy empinado y doblemente difícil de noche. Benito no había calculado bien su estado físico y pronto el cansancio se hizo fatiga, luego tortura y al final filosofía.

En un momento de la madrugada, Benito anunció que pensaba quedarse donde estaba, que muchas gracias por todo, pero que no tenía otro deseo en la vida que quedarse ahí, quietecito en el empinado cerro. El jefe del grupo de comandos le dijo que eso no era posible, que si era necesario lo llevaban cargado. Al final, se amarró una soga a la cintura y remolcó así a Benito, cuesta que te cuesta, hasta que llegamos a los primeros tunales y a un encuentro providencial con un burro, que transportó el ingreso triunfal de Benito a Santiago de Tuna.

En las disciplinas de lucha hay un dicho: “la mejor técnica es el acondicionamiento [físico]”. Y esos comandos tenían una magnífica condición, como demostraron en esa marcha y en varios riesgosos simulacros después.

Después vino la redacción, el cierre, el fin de año y el comienzo de otra, larga y trágica historia.

Ese día quedó para mí como la metáfora de lo que iba mejor e iba mal en lo militar. El excelente nivel de entrenamiento táctico de los comandos, transportados en vehículos sin frenos, con conductores improvisados y confundidos.

Me pregunto que hubiera dicho, o mejor, qué hubiera hecho en estos años el general Briceño, sobre la calidad del entrenamiento, la aplicación de la enseñanza a la necesidad, el nivel de liderazgo en su institución.

Sabemos, por lo menos, el lema que dejó: “Ser y no parecer”; y sabemos también que para él fue muy clara la necesidad del país de tener fuerzas especiales de primer orden. Sobre todo ahora.