domingo, 20 de enero de 2013

APOGEO Y DECADENCIA DE OCCIDENTE, Escribe Mario Vargas Llosa (Diario La República)



http://www.larepublica.pe/columnistas/piedra-de-toque/apogeo-y-decadencia-de-occidente-13-01-2013

En su ambicioso libro Civilización: Occidente y el resto, Niall Ferguson expone las razones por las que, a su juicio, la cultura occidental aventajó a todas las otras y durante quinientos años tuvo un papel hegemónico en el mundo, contagiando a las demás con parte de sus usos, métodos de producir riqueza, instituciones y costumbres. Y, también, por qué ha ido luego perdiendo brío y liderazgo de manera paulatina al punto de que no se puede descartar que en un futuro previsible sea desplazada por la pujante Asia de nuestros días encabezada por China.
Seis son, según el profesor de Harvard, las razones que instauraron aquel predominio: la competencia que atizó la fragmentación de Europa en tantos países independientes; la revolución científica, pues todos los grandes logros en matemáticas, astronomía, física, química y biología a partir del siglo XVII fueron europeos; el imperio de la ley y el gobierno representativo basado en el derecho de propiedad surgido en el mundo anglosajón; la medicina moderna y su prodigioso avance en Europa y Estados Unidos; la sociedad de consumo y la irresistible demanda de bienes que aceleró de manera vertiginosa el desarrollo industrial; y, sobre todo, la ética del trabajo que, tal como lo describió Max Weber, dio al capitalismo en el ámbito protestante unas normas severas, estables y eficientes que combinaban el tesón, la disciplina y la austeridad con el ahorro, la práctica religiosa y el ejercicio de la libertad.
El libro es erudito y a la vez ameno, aunque no excesivamente imparcial, pues privilegia los aportes anglosajones y, por ejemplo, ningunea a los franceses, y acaso sobrevalora los efectos positivos de la reforma protestante sobre los católicos y los laicos en el progreso económico y cívico del Occidente. Pero tiene muchos aspectos originales, como su tesis según la cual la difusión de la forma de vestir occidental por todo el mundo fue inseparable de la expansión de un modo de vida y de unos valores y modas que han ido homogenizando al planeta y propulsando la globalización. Por eso, con argumentos muy convincentes Niall Ferguson sostiene que la promoción del pañuelo y el velo islámicos no es una moda más, sino forma parte de una agenda cuyo objetivo último es limitar los derechos de la mujer y conquistar una cabecera de playa para la instauración de la sharia. Así ocurrió en Irán tras la Revolución de 1979 cuando los ayatolás emprendieron la campaña indumentaria contra lo que llamaban la “occidentoxicación” y así comienza a ocurrir ahora en Turquía, aunque de manera más lenta y solapada.
Ferguson defiende la civilización occidental sin complejos ni reticencias pero es muy consciente del legado siniestro que también constituye parte de ella –la Inquisición, el nazismo, el fascismo, el comunismo y el antisemitismo, por ejemplo–, pero algunas de sus convicciones son difíciles de compartir. Entre ellas la de que el imperialismo y el colonialismo, haciendo las sumas y las restas, y sin atenuar para nada las matanzas, saqueos, atropellos y destrucción de pueblos primitivos que causaron, fueron más positivos que negativos pues hicieron retroceder la superstición, prácticas y creencias bárbaras e impulsaron procesos de modernización. Tal vez esto valga para algunas regiones específicas y ciertos tipos de colonización, como los que experimentó la India, pero difícilmente sería válido en el caso de otros países, digamos del Congo, cuya anarquía y disgregación crónicas derivan en gran parte de la ferocidad de la explotación y del genocidio de sus comunidades que impuso el colonialismo belga.
El libro dedica muchas páginas a describir la fascinante transformación de la China colectivista y maoísta del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural de Mao Tse-tung a la que impulsó Deng Xiaoping, la de un capitalismo a marchas forzadas, abriendo mercados, estimulando las inversiones extranjeras y la competencia industrial, permitiendo el crecimiento de un sector económico no público y de la propiedad privada, pero conservando el autoritarismo político. Al igual que la Inglaterra de la Revolución Industrial que estudió Max Weber, el profesor Ferguson destaca el poco conocido papel que ha desempeñado también en China, a la vez que su economía se disparaba y batía todos los récords históricos de progreso estadístico, el desarrollo del cristianismo, en especial el de las iglesias protestantes. Las cifras que muestra en el caso concreto de la ciudad de Wenzhou, provincia de Zhejiang, la más emprendedora de China, son impresionantes. Hace treinta años había una treintena de iglesias protestantes y ahora hay 1.339 aprobadas por el gobierno (y muchas otras no reconocidas). Llamada “la Jerusalén china”, en Wenzhou buen número de empresarios emergentes asumen abiertamente su condición de cristianos reformados y la asocian estrechamente a su trabajo. La entrevista que celebra Ferguson con uno de estos prósperos “jefes cristianos” de Wenzhou, llamado Hanping Zhang, uno de los mayores fabricantes de bolígrafos y estilográficas del mundo, es sumamente instructiva.
Aunque no lo dice explícitamente, todo el contenido de Civilización: Occidente y el resto deja entrever la idea de que el formidable progreso económico de China irá abriendo el camino a la democracia política, pues, sin la diversidad, la libre investigación científica y técnica y la permanente renovación de cuadros y equipos que ella estimula, su crecimiento se estancaría y, como ha ocurrido con todos los grandes imperios no occidentales del pasado –Ferguson ofrece una apasionante síntesis de esa constante histórica–, se desplomaría. Si eso ocurre, el liderazgo que la civilización occidental ha tenido por cinco siglos habrá terminado y en lo sucesivo serán China y un puñado de países asiáticos quienes asumirán el papel de naves insignias de la marcha del mundo del futuro.
Las críticas de Niall Ferguson al mundo occidental de nuestros días son muy válidas. El capitalismo se ha corrompido por la codicia desenfrenada de los banqueros y las élites económicas, cuya voracidad, como demuestra la crisis financiera actual, los ha llevado incluso a operaciones suicidas, que atentaban contra los fundamentos mismos del sistema. Y el hedonismo, hoy día valor incontestado, ha pasado a ser la única religión respetada y practicada, pues las otras, sobre todo el cristianismo tanto en su variante católica como protestante, se encoge en toda Europa como una piel de zapa y cada vez ejerce menos influencia en la vida pública de sus naciones. Por eso la corrupción cunde como un azogue y se infiltra en todas sus instituciones. El apoliticismo, la frivolidad, el cinismo reinan por doquier en un mundo en el que la vida espiritual y los valores éticos conciernen solo a minorías insignificantes.
Todo esto tal vez sea cierto, pero en el libro de Niall Ferguson hay una ausencia que, me parece, contrarrestaría mucho su elegante pesimismo. Me refiero al espíritu crítico, que, en mi opinión, es el rasgo distintivo principal de la cultura occidental, la única que, a lo largo de su historia, ha tenido en su seno acaso tantos detractores e impugnadores como valedores, y entre aquellos, a buen número de sus pensadores y artistas más lúcidos y creativos. Gracias a esta capacidad de despellejarse a sí misma de manera continua e implacable, la cultura occidental ha sido capaz de renovarse sin tregua, de corregirse a sí misma cada vez que los errores y taras crecidos en su seno amenazaban con hundirla. A diferencia de los persas, los otomanos, los chinos, que, como muestra Ferguson, pese a haber alcanzado altísimas cuotas de progreso y poderío, entraron en decadencia irremediable por su ensimismamiento e impermeabilidad a la crítica, Occidente –mejor dicho, los espacios de libertad que su cultura permitía– tuvo siempre, en sus filósofos, en sus poetas, en sus científicos y, desde luego, en sus políticos, a feroces impugnadores de sus leyes y de sus instituciones, de sus creencias y de sus modas. Y esta contradicción permanente, en vez de debilitarla, ha sido el arma secreta que le permitía ganar batallas que parecían ya perdidas.
¿Ha desaparecido el espíritu crítico en la frívola y desbaratada cultura occidental de nuestros días? Yo terminé de leer el libro de Niall Ferguson el mismo día que fui al cine, aquí en New York, a ver la película Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow, extraordinaria obra maestra que narra con minuciosa precisión y gran talento artístico la búsqueda, localización y ejecución de Osama bin Laden por la CIA. Todo está allí: las torturas terribles a los terroristas para arrancarles una confesión; las intrigas, las estupideces y la pequeñez mental de muchos funcionarios del gobierno; y también, claro, la valentía y el idealismo con que otros, pese a los obstáculos burocráticos, llevaron a cabo esa tarea. Al terminar este film genial y atrozmente autocrítico, los centenares de neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar; a mi lado, había algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé que Niall Ferguson se equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho rato

sábado, 19 de enero de 2013

ENTREVISTA A QUENTIN TARANTINO (Diario El Mundo, España)

Han pasado casi 20 años desde que se estrenara 'Pulp Fiction' en octubre de 1994. Por primera vez, una película cuadraba el círculo: cine independiente capaz de llevar al gran público a las salas. Aquella película, con su relato fracturado, sus diálogos explosivos y su celebración desinhibida de la cultura pop, se convirtió en la primera producida lejos de los grandes estudios que sobrepasó la barrera de los 100 millones. Ahora, el responsable de todo aquello, Quentin Tarantino (Knoxville, 1963), ya no es el 'enfant terrible' o simplemente 'nerd' que con apenas 30 años cambió las reglas del cine para siempre.
En este preciso momento, en el lujoso hotel al lado del Central Park neoyorquino donde tiene lugar la entrevista, nos recibe un señor de casi 50 años que odia hablar de la violencia de su cine, que no teme referirse a su posible retirada y que, ¡dios mío!, se peina al modo persiana, síntoma ineludible del paso del tiempo. Su último trabajo, no obstante, mantiene de forma pulcra el libro de estilo de una forma de hacer cine tan original, peculiar y única como, y pese a todos sus imitadores, inimitable. El hombre que liberó a Django, a 'Django desencadenado'.
  
«La esclavitud es el equivalente americano al Holocausto»

Pregunta.— Da la impresión de que con esta película, más madura, más cruda, menos divertida, cierra un círculo, acaba una etapa.
Respuesta.— Sí, de hecho me he pasado la vida respondiendo a la pregunta: '¿Y ahora qué?'. Y en este momento siento que la pregunta es más pertinente que nunca, porque, realmente, no tengo respuesta. Quizá por primera vez. No hay otros géneros cinematográficos esperando a que me haga cargo de ellos. Yo mismo siento que he cerrado una etapa.

P.— ¿Está hablando de retirada, acaso?
R.— Bueno, tengo claro que nunca haré cine por hacerlo. No me gustaría verme caer por la pendiente de la decrepitud creativa. Prefiero pensar que todas las cosas que he hecho son relevantes y que se recordarán dentro de 20 a 30 años... Por lo demás, he dedicado mi vida al cine. No tengo ni familia ni nada más que un puñado de películas. No soportaría vivir de las rentas y verme haciendo las últimas películas que hicieron genios como Billy Wilder, por ejemplo.

P.— ¿Qué es lo más ha cambiado de su concepción del cine desde que empezó?
R.— Bueno, ahora hago mejores películas y... despido más rápido a la gente [se ríe].

P.— ¿Siente que ya ha hecho todo en el cine?
R.— Paso la mayor parte de mi tiempo viendo y estudiando cine. Nunca paro de aprender. Me considero, de hecho, un aprendiz, no un maestro, y tengo claro que el día que me gradúe será el día que muera. Una de las actividades que más me gusta actualmente es analizar películas para algún director o actor. Disfruto mucho con esto y lo considero una extensión más de mi trabajo como director.

P.— ¿Qué momento prefiere del largo proceso de hacer una película?
R.— Sin duda cuando más feliz soy es en los preparativos: cuando me informo, cuando veo películas, cuando construyo el guión de lo que será un nuevo proyecto.

P.— Ahora que se acercan los Oscar, ¿qué significan los premios para usted?
R.— Son fundamentalmente muy divertidos. El único premio que considero un trofeo por encima de cualquier otro es la Palma de Oro por 'Pulp Fiction'. Todos los demás, los Bafta, los Oscar, los Globos de Oro... están por detrás. En cualquier caso, un Oscar no hace mejor o peor una película. Muchísimas películas o actores que admiro profundamente jamás tuvieron reconocimiento alguno. Un ejemplo es Eli Wallace en el 'El bueno, el feo y el malo'...

P.— Y ahora, por fin, su 'spaghetti-western'...
R.— Me gustan los 'westerns', pero, sobre todo, los 'spaghetti-westerns' de directores como Sergio Corbucci y Sergio Leone. Hay influencias estéticas del 'spaghetti' en todas mis películas. 'Pulp Fiction' es un moderno 'rock and roll-spaghetti-western'. El rock and roll funciona de la misma manera que la música de Ennio Morricone en los 'spaghetti'. Lo mismo ocurre en Kill Bill, en la segunda parte especialmente, o en la primera secuencia de 'Malditos bastardos'. He estado usando sus reglas estéticas, narrativas y su música a lo largo de la última década. Ya era hora de que hiciera uno. En cualquier caso, conviene tener en cuenta que no puedes hacer hoy en día un 'spaghetti-western' tal cual; de la misma manera que tampoco puedes rodar un 'film-noir', porque los dos géneros son producto de su tiempo.

P.— En su anterior película, 'Malditos bastardos', acababa con Hitler y en ésta, a su manera, asesina a la imagen más cercana al nazismo que ha dado la historia americana, la de los esclavistas. ¿Por qué ese empeño de revisar la Historia desde el punto de vista de las víctimas?
R.— No las considero revisionistas, no se trata de contar la Historia de otro modo ni nada de eso. Aunque las dos están basadas en hechos reales, tengo claro que son trabajos de la imaginación. Lo que sí es cierto y creo que es importante resaltar, dada la fama de mi cine, es que por crueles y desagradables que nos parezcan las atrocidades que se ve en ellas, la realidad fue mucho peor.

P.— ¿Le molesta que le recuerden una y otra vez lo violento que es su cine?
R.— Hace 20 años que me veo obligado a responder por la violencia en mis películas. Digamos que hace tiempo que desistí de intentar explicarlo. Quien lo quiera entender, bien...

P.— Pero en esta película sí que se experimenta una diferencia con respecto a sus trabajos anteriores...
R.— Sí, es cierto. Y, por eso, ahora sí que es una pregunta legítima. Hay dos tipos de violencia en esta película que buscan dos reacciones diferentes en la audiencia. Por un lado, está la que practican los supremacistas y que es muy respetuosa con las víctimas. Cinematográficamente tiene que estar bien hecha, pero no es divertida. No hay ningún tipo de placer o divertimento en ella. Y precisamente la idea es crear un contraste entre el momento de celebración del 'western' y de la violencia dentro del 'western', y ésta otra forma de contemplarla. Y es precisamente la oposición la que la hace relevante. Esto es un elemento completamente nuevo en mi filmografía. En montajes previos, era incluso más salvaje. Y tuve que atemperarlo para hacerlo soportable. No era mi intención traumatizar más de la cuenta. Al final, es casi un imperativo moral que Django acabe vengándose. Digamos que ese momento catártico hace que sea, como es, una película de aventuras y no un documental sobre las atrocidades de la época.

P.— ¿Cree que la violencia en el cine puede influir en la realidad? Le pregunto por la polémica suscitada a tenor de los atentados en Newtown (Connecticut).
R.— No estoy para nada de acuerdo. Hay mucha más violencia en los informativos y nadie habla de prohibirlos o censurarlos. La ficción es la ficción. Si alguien cree que puede imitarla en la realidad es un problema de él, un problema psíquico, no es un problema de la película. No estoy a favor de controlar la creatividad, de censurar el cine...

P.— ¿Y las armas? ¿Sería partidario de controlar la posesión de las armas en su país?
R.— Sobre este asunto no voy a hablar. No tengo una opinión al respecto. Cualquier cosa que diga, estoy seguro que se malinterpretaría. ¡Por dios, acaban de morir más de 20 personas!

P.— La película llega a la cartelera con la reelección del primer presidente negro en la Historia de Estados Unidos aún reciente. ¿Es ésta su primera película política?
R.— Créame si le digo que el hecho de que Obama sea presidente no me afectó lo más mínimo. Me interesaba la historia, nada más, independientemente de cualquier hecho de la política actual. Sí es cierto que ya me ha ocurrido que gente (blanca, por supuesto) al enterarse de lo que trata Django me dicen: «A santo de qué un asunto así. Ya tenemos un presidente negro. Todo eso es cosa del pasado». Me lo dicen como si quisieran dejar claro que ya está todo solucionado.

P.— ¿Por qué, en cualquier caso, la esclavitud como argumento?
R.— De alguna manera, y desde una perspectiva histórica, la película es una invitación a contemplar de frente el hecho más vergonzoso de la Historia de nuestro país. Y sí es cierto, y lo creo sinceramente, que a diferencia que otros países que han sido capaces de enfrentarse a las atrocidades de su pasado, Estados Unidos no lo ha hecho. La esclavitud es el equivalente americano al Holocausto. Otras naciones saben perfectamente lo que fue la esclavitud. Es sólo América la que parece no querer saber nada del asunto. Y esto afecta tanto a blancos como a negros que no quieren mantener ninguna relación con el horror de su propia Historia.

P.— ¿Cree que es sólo una casualidad que coincidan en cartel Spielberg y usted hablando de lo mismo? ¿Considera que su película es la opuesta a la 'Lincoln'?
R.— La gente tiene una cierta tendencia a enfrentarnos. Y usted no se libra, por lo que veo. Bien, es cierto que no soy un gran fan de ese tipo de cine histórico-biográfico, pero hay pocos cineastas de su generación a los que respete más que a Spielberg. En cualquier caso, no deja de ser curioso, y tiene razón al plantear la pregunta, que dos películas comerciales, con aspiración de llegar al gran público, coincidan en plena de temporada de vacaciones y hablen de la esclavitud. No tengo explicación a la coincidencia, pero sin duda es algo positivo.

P.— ¿Cree que el cine ha ignorado el tema por algún motivo?
R.— No sé las razones. Lo que sí es cierto es que en el tiempo histórico en el que transcurren la mayor parte de los 'westerns' que hemos visto a lo largo de nuestra vida, la esclavitud era una realidad cotidiana y casi nunca lo vemos. Es así. Django es una película de aventuras pero no ignora la brutalidad de la época en la que tiene lugar. Y eso sí es nuevo. Como es nuevo, a un lado el cine 'blaxplotation', que el héroe sea negro.

P.— Con esta película vuelve a levantar las susceptiblidades de Spike Lee que ya denunció en otra ocasión, cuando estrenó 'Jackie Brown', sus excesos con la palabra 'nigger' [negrata, sería la traducción]...
R.— Si alguien me quiere acusar de que la uso más de lo que se usaba en 1855 puede hacerlo, aunque no hay constancia en ningún sitio de su afirmación. En cualquier caso, no tengo ninguna relación con esa palabra más de la que puedo tener con cualquier otra que aparece en el diccionario y no creo, sinceramente, que tenga que pedir permiso a nadie, negro o blanco, para usarla ni para hacer una película sobre negros. En cualquier caso, y para despejar dudas, ni soy racista ni tampoco esclavista.

P.— ¿Ha usado alguna vez la palabra 'afroamericano'?
R.— En mi vida. Sólo menciono 'afroamericano' para dejar claro que me niego a mencionarla.

P.— ¿Qué usa entonces?
R.— Simplemente negro (black). Además, también hay negros de Jamaica con lo que lo de 'afroamericanos', más allá de mis reparos personales, no es correcto [se ríe].

P.- ¿Es Christoph Waltz su nuevo Uma Thurman?
R.- [Se ríe] Más allá de que sea una persona extraordinaria, creo que es uno de los grandes actores de nuestro tiempo. Pero, sobre todo, me sorprende su facilidad para encontrar el 'tempo' perfecto a mis diálogos. Creo que eso mismo me ocurre con Samuel L. Jackson.

P.— Da la impresión de que vivimos un momento crítico en el cine. Todo el mundo se empeña en ofrecer algo nuevo. Paul Thomas Anderson rueda en 70 milímetros; Jackson lo hace con 48 fotogramas por segundo... ¿Hacia dónde vamos?
R.— Lo de los 70 milímetros es vieja escuela. Siempre se había empleado para dramas épicos y la verdad es que funciona muy bien en películas íntimas. Me recuerda a cuando utilicé la pantalla panorámica para 'Reservoir Dogs', que al fin y al cabo es un relato muy íntimo... Funciona 'cojonudamente' bien.

P.— ¿Y qué opina del uso de la tecnología digital?
R.— Tanto rodar como proyectar en digital es sencillamente el principio del final. Jamás lo haré. Es la muerte del cine. ¿Qué sentido tiene salir de casa para obtener lo mismo que ya consigues con un dvd en tu casa?

Fuente y más información: www.elmundo.es

TIEMPO DE MUDANZA PARA EL BAFICI, escribe Horacio Bernades

 

Ya no más Hoyts: el ministro de Cultura porteño, Hernán Lombardi, y el nuevo director artístico del Bafici, Marcelo Panozzo, anunciaron que a partir de la próxima edición el festival se muda de complejo. Las diez salas del Village Recoleta y dos de las salas del Village Caballito funcionarán a pleno al servicio del festival, cuya próxima edición se llevará a cabo del 10 al 21 de abril próximos. A su vez, en el Centro Cultural Recoleta se concentrarán las oficinas del festival, así como actividades paralelas, mesas redondas, presentaciones y puntos de encuentro, generando una suerte de “corredor cultural Recoleta” (con el cementerio en el medio, como detalle ligeramente necrófilo).
Que el mismo complejo ponga dos salas de su sede de Caballito a disposición del festival permitirá también recuperar el público de esa zona, que desde el cierre del Arteplex Caballito había quedado a la deriva durante el evento. El resto de las salas del Bafici se mantiene, con una suerte de “corredor céntrico”, que irá desde la sala Lugones y el Centro Cultural San Martín (con sus dos salas del bajoplaza, inauguradas este año) hasta el cine Cosmos. Después, los barrios: la Boca, con la sede de la Fundación Proa y la Usina del Arte de la calle Caffarena, Palermo con el Malba y el Planetario, Villa Urquiza con el Teatro 25 de Mayo y el Parque Centenario con su anfiteatro al aire libre. En los próximos días se sabrá si también la Alianza Francesa seguirá siendo de la partida.
Un dato interesante es que las autoridades del Village Recoleta habrían manifestado interés en estrenar, durante el año, películas que pasen por el Bafici, algo que también se está contemplando hacer en las salas del Centro Cultural San Martín. De concretarse ambas iniciativas, podría comenzar a reducirse, aunque sea un poco, la brecha de programación que actualmente existe entre el Bafici y la cartelera comercial porteña. En la misma reunión, Panozzo anticipó algunas grandes líneas que regirán el festival a partir de la próxima edición, que será la número 15. La programación tenderá a “desatomizarse”, según dijo el nuevo director artístico, con menos secciones y subsecciones, reduciéndose también el número de focos (que en la última edición fueron demasiados, tal como Página/12 había señalado en su momento), en beneficio de retrospectivas más amplias.
A su vez, la sección Cine del Futuro, que hasta la última edición fue, durante años, la tercera muestra competitiva del festival (junto con la Competencia Internacional y la Argentina), dejará paso a una sección llamada Vanguardia y Género (género en sentido cinematográfico, no sexual). “Cine del Futuro no se diferenciaba muy claramente de las otras dos competencias, y al mismo tiempo nos interesaba llevar más al centro de la programación tanto el cine experimental, que en otros festivales queda algo marginalizado, como el cine de género, que queda condenado a las trasnoches”, explicó Panozzo. Ambos funcionarios anunciaron también la firma de un acuerdo con el Marché du Film del Festival de Cannes, por el cual cuatro de las películas participantes del Work in Progress del BAL (Buenos Aires Laboratory) se mostrarán todos los años en ese mercado. Finalmente, anticiparon que la película inaugural de la próxima edición del Bafici será No, del chileno Pablo Larraín, que acaba de ser nominada al Oscar al Mejor Film Extranjero. Film sobre la transición chilena a la democracia, la película de Larraín hace sintonía con la celebración de 30 años de democracia, a la que a lo largo de 2013 aportarán varios festivales porteños.
Por Horacio Bernades
Fuente y más información: www.pagina12.com.ar

domingo, 6 de enero de 2013

SERMÓN DE NAVIDAD por ROBERT LOUIS STEVENSON (extraído del portal LETRAS LIBRES)


Escribe Robert Louis Stevenson (*)
 
Cuando este texto se publique habrá transcurrido un año desde que comencé a pronunciar aquí mis sermones y me parece apropiado ahora despedirme de manera formal y conforme a la temporada. La elocuencia en las despedidas es cosa rara y, similarmente, las últimas palabras en el lecho de muerte no suelen dar el tono apropiado para la ocasión: Carlos II, hombre ingenioso y escéptico cuya vida había sido una gran lección de incredulidad humana, compañero complaciente y rey sagaz, resumió todo su ingenio y escepticismo –con una dosis de buen humor mayor de la acostumbrada– en la frase: “Me temo, caballeros, que me la he pasado demasiado tiempo muriendo.”

I
“Demasiado tiempo muriendo”: he aquí la mejor manera de resumir –me temo, caballeros– su vida y la mía. Las arenas del tiempo se deslizan y las horas, todas “numeradas y determinadas”, transcurren sin cesar, al igual que los días. Cuando el último día nos alcance habremos estado muriendo demasiado tiempo, ¿qué más? Sin embargo, ese mismo transcurso, esa longitud del tiempo, es ya considerable si llegamos a la hora de la despedida sin deshonra. Tan solo haber vivido implica, sin duda, haber prestado servicio (en el sentido militar). Tácito narra cómo los veteranos que se amotinaban en los bosques de Germania seguían a Germánico, suplicándole que los hiciera regresar a casa: ellos, exiliados de su hogar por una interminable y fatigosa guerra, tomaban la mano del general y pasaban su dedo sobre las encías ya sin dientes. Sunt lacrimae rerum: este era el más elocuente de los cantos de Simeón. Cuando un hombre ha alcanzado una edad avanzada siempre lleva consigo las huellas del servicio que ha prestado; quizás nunca sobresalió al frente de su ejército pero, al menos, perdió sus dientes comiendo el pan del campamento.

En estos tiempos que vivimos prevalece, entre la gente seria, un idealismo de noble carácter: nunca les parece que han prestado suficiente servicio, viven incluso con la impaciencia de su propia virtud. Sin embargo, quizás sería más modesto agradecer personalmente por no estar peor; no solo nuestros enemigos –personas desesperadas a nuestros ojos– sino también nosotros mismos desconocemos qué debe hacerse; de ahí deriva la sutil esperanza de que acaso hemos hecho más de lo que pensábamos: la esperanza de que tan solo haber zanjado este negocio de la vida –tan inconstante– con manos relativamente limpias, tan solo haber jugado el papel de una persona que obtuvo algunos logros, tan solo haber resistido el mal y, al final, aún seguir resistiéndolo, significa, para el pobre soldado humano, haber actuado bien. Pedir frutos ostensibles por nuestros afanes equivale a prestar un servicio solo en espera de una recompensa y lo que parece renuncia de sí resulta, al final, solo avaricia de pago.

Sin embargo, si tanto exigimos de nosotros, ¿no habremos de exigir lo mismo de los demás? Si no juzgamos con indulgencia nuestras propias deficiencias, ¿acaso no acabaremos por ser siempre intolerantes ante las ofensas de los otros? Y aquel que, al considerar retrospectivamente su vida, solo ve que ha estado “demasiado tiempo muriendo”, ¿acaso no estará tentado a pensar que su prójimo ha estado, a su vez, demasiado tiempo esperando a ser ahorcado? Es probable que todos aquellos que se ocupan de la conducta se ocupen demasiado de ella. Cierto es que todos pensamos demasiado en el pecado; pero no nos condenamos por hacer el mal sino por no hacer el bien. Cristo no habría prestado oídos a la moralidad negativa: su expresión siempre fue “habrás de...” y con ella suplantó completamente la expresión “no habrás de...”. Fundar nuestra idea de moralidad en actos prohibitivos es profanar la imaginación e introducir en el juicio que nos formamos de nuestros semejantes un secreto elemento de gusto. Si algo es malo para nosotros no debemos pensar en ello demasiado, porque al hacer eso acabamos por pensar en ello con una suerte de placer invertido. Si no podemos quitárnoslo de la mente, una de dos: o nuestra creencia es equivocada y debemos reconsiderar con indulgencia o, si nuestra moralidad es correcta, entonces somos lunáticos criminales y deberíamos entregarnos para ser recluidos. Un rasgo que caracteriza a tales mentes, enfermizamente divididas, es una pasión por interferir en los asuntos de los otros: el zorro sin cola pertenecía a esta raza pero tenía (si hemos de confiar en su biógrafo) al menos una anticuada cortesía que ahora, por supuesto, está pasada de moda. Toda persona puede tener un vicio, una debilidad, que la hace poco apta para las responsabilidades de la vida, que arruina su temperamento, que amenaza su integridad o que la traiciona y la lleva a la crueldad: este rasgo debe ser controlado, dominado por la persona, pero nunca debe permitirse que acapare la totalidad de su pensamiento. Las verdaderas responsabilidades siempre yacen al otro lado del río y deben ser abordadas con mente íntegra tan pronto como hayamos concluido esta preliminar preparación del muelle. Si para ser una persona amable y honesta es preciso, primero, abstenerse de todo, que así sea, pero que al siguiente día se olvide el asunto: de otro modo, el esfuerzo por ser amable y honesto podría requerir la totalidad de su pensamiento y un deseo mortificado nunca es el más sabio de los compañeros; en la medida en que un hombre tiene que mortificar su deseo, seguirá siendo el peor entre los hombres y, para juzgar la vida, requerirá de una dosis demasiado grande de jovialidad, así como de una dosis demasiado grande de humildad para juzgar a los demás.

Podría argumentarse que la insatisfacción de los afanes de nuestra vida deriva, hasta cierto punto, de la estupidez: requerimos tareas más altas porque no somos capaces de reconocer la estatura de las que ya tenemos. Tratar de ser amable y honesto parecería demasiado simple e inconsecuente para caballeros con un diseño tan heroico como el nuestro; preferiríamos acometer algo osado, arduo y de grandes consecuencias, preferiríamos iniciar un cisma o aplastar una herejía, cortar una mano o mortificar un deseo. Sin embargo, la tarea que tenemos enfrente –y que consiste en soportar juntos nuestra existencia– es una tarea de finezas microscópicas y el heroísmo que se requiere de nosotros es el heroísmo de la paciencia. En la vida los nudos gordianos no se cortan de tajo, sino que cada uno de ellos debe ser desatado con paciencia y buena voluntad.

La honestidad y la amabilidad: ganar poco y gastar menos, hacer, en general, a una familia feliz por la mera presencia, renunciar a algo cuando sea necesario hacerlo y no amargarse por ello, tener pocos amigos pero mantenerlos incondicionalmente y, frente a la misma condición sombría, ser siempre amigo de uno mismo: he ahí una tarea para la que se requiere todo lo que se tiene de fortaleza y delicadeza. Quien pide más, tiene un alma ambiciosa y quien exige tal empresa para considerarse exitoso tiene un espíritu anhelante. Hay en el destino humano un elemento que ningún tipo de ceguera puede desmentir: sin importar para qué estamos destinados, es un hecho que no estamos destinados para triunfar; el fracaso es la suerte que nos ha tocado. Esto es evidente en todas y cada una de las artes y las disciplinas, pero es clarísimo, sobre todo, en el discreto arte de saber vivir. Se deriva de aquí, pues, una agradable reflexión para considerar en el fin del año –y en el final de la vida–: solo quien se engaña a sí mismo encuentra satisfacción continua; la desesperanza del que desespera, por lo tanto, no es algo inevitable.

II
La Navidad no es solo un símbolo que marca un año más y que nos invita examinar las acciones pasadas; es también una temporada que inspira, por todas sus asociaciones, domésticas o religiosas, pensamientos de alegría. Un hombre que no está satisfecho con sus propios trabajos es un hombre tentado por la tristeza y, en lo crudo del invierno, cuando su fuerza vital esta al mínimo y cuando recuerda los asientos vacíos de sus seres queridos ya muertos, resulta benéfico que halle razones para poner una sonrisa en su rostro. La noble decepción y la noble abnegación no son admirables; es más, ni siquiera deben tolerarse si llevan a la amargura. Una cosa es ingresar mutilado al reino de los cielos y otra, muy diferente, es mutilarse y quedarse afuera. El reino de los cielos es un espacio para los que poseen un ánimo infantil, para los que son fáciles de complacer, para los que regalan amor y les gusta complacer. Incluso los hombres de poderosa y recia mano, los que aniquilan, construyen y juzgan, que han vivido mucho y han actuado severamente, no pierden esta amable disposición; así, a pesar de todos nuestros intereses nimios y todas nuestras insignificantes preocupaciones, sería una verdadera vergüenza que nosotros sí perdiéramos esa amable disposición. La gentileza y la jovialidad superan cualquier tipo de moralidad, pues son deberes perfectos; el problema con los moralistas es que no poseen ni una ni otra. Fue justamente al moralista, es decir, al fariseo, a quien Cristo no toleró. Si tu moral te hace miserable, ten por cierto que es errónea; no pido que renuncies a ella, porque puede ser lo único que tengas, pero sugiero que, al menos, la escondas como si fuera un vicio, ya que puede arruinar la vida de gente más simple y mejor que tú.

Asedia al hombre una peculiar tentación: estar atento de los placeres incluso si no se participa en ellos; esto es, dirigir la moral personal contra esos placeres. Este año tuvimos el caso de una señora (¡curiosa iconoclasta!) que inició una fiera cruzada en contra de las muñecas; por otro lado, el fogoso sermón contra la lujuria se ha convertido en elemento obligado de nuestra época. Me atrevo a llamar hipócritas a semejantes moralistas: su lira suena fácil e inmediatamente con denuncias ardientes ante cualquier exceso o perversión de un deseo natural, pero se rige por convenciones muy diferentes frente a toda incidencia de lo verdaderamente diabólico (la envidia, la maldad, la mentira vil, el silencio soez, la verdad difamatoria, los actos del calumniador, los del tirano mezquino, los del quisquilloso emponzoñador de la vida familiar). Según estos moralistas todas estas últimas cosas son malas pero no tanto; en su ataque contra ellas no se percibe aquel celo obsesivo que despliegan contra la lujuria, no muestran ese mismo elemento secreto de gusto que suele enardecer sus denuncias. De manera que las cosas que no son malas en sí mismas suscitan las más agudas formas de su indignación. Alguien podría deslindarse de todo vínculo moral con personas como el reverendo señor Zola o como la anciana que odia las muñecas, pues se trata de ejemplos aislados y burdos de tal actitud; sin embargo, en todos nosotros reside un elemento similar: la contemplación de un placer del que no podemos –o no queremos– ser partícipes suele agotar nuestra paciencia; esto puede deberse a envidia o a tristeza, o tan solo es que no nos gustan el ruido o las travesuras –refinados como somos– o que poseemos un sentido claro de la seriedad de la vida –filosóficos como somos–; conforme avanzamos en años nos sentimos inclinados, por lo menos, a fruncir el ceño ante los placeres de nuestros semejantes. Actualmente a la gente le gusta mucho resistir las tentaciones: pues bien, he ahí una tentación que deberían resistir; les gusta mucho la renunciación: he ahí una propensión a la que debería renunciarse con absoluta determinación. Los moralistas sostienen que es su obligación convertir a sus semejantes en buenas personas. Sin embargo, el único a quien debo convertir en buena persona es a mí mismo. En cuanto a mis vecinos, mi deber acaso se exprese más fielmente afirmando que, en todo caso, debo intentar hacerlos felices, si es que puedo.

III
 

Dicen los plañideros moralistas que la felicidad y la bondad están unidas por una relación de causa y efecto: yo digo que no hay nada menos probado ni menos probable. Nuestra felicidad nunca está en nuestras manos: heredamos nuestra constitución física y estamos expuestos lo mismo a amigos que a enemigos. Estamos constituidos de manera tal que resentimos una mueca o una calumnia con demasiada intensidad o quizás nos encontremos en circunstancias tales que estamos demasiado expuestos a ellas. Podemos tener nervios demasiado sensibles al dolor y luego sufrir de una enfermedad muy dolorosa. La virtud no nos puede ayudar en esto y no está hecha para ayudarnos; ni siquiera es, como dicen, su propia recompensa –excepto para los muy egoístas (estuve a punto de decir, “para los poco amigables”)–. Nadie puede acallar su conciencia y si lo que se quiere es silenciarla, convendría más bien que tal instrumento expire por falta de uso. Evitar las sanciones de la ley o la capitis deminutio del ostracismo social es un asunto de sabiduría –si se quiere, incluso, de astucia–, mas no de virtud.

En su vida un hombre no debe esperar continuamente la felicidad, pues así podrá aprovecharla mejor cuando realmente llegue. En esta vida toda persona está cumpliendo un deber: no sabe cómo, ni por qué –y no necesita enterarse–; no sabe cuál será su recompensa y no debe preguntar. De un modo u otro, aunque no sepa qué es la bondad, debe intentar ser buena persona; de un modo u otro, aunque no sepa cómo conseguirlo, debe intentar hacer felices a los otros. Naturalmente surge aquí un conflicto de deberes: ¿hasta qué punto debo hacer feliz a mi prójimo?, ¿hasta qué punto debo respetar esa sonrisa amable que luego fácilmente desaparece y difícilmente regresa?, ¿hasta qué punto estoy obligado a ser el guardián de mi hermano y el profeta de mi propia moral?, ¿hasta qué punto he de resentir la maldad?

La gran dificultad es que no tenemos modelos para todo esto: las afirmaciones de Cristo al respecto son difíciles de reconciliar entre sí e incluso, en su mayoría, son difíciles de aceptar. No obstante, la verdad de su enseñanza parecería ser la siguiente: en nuestra persona y para nuestra fortuna debemos estar listos a aceptar y a perdonar todo: es nuestra mejilla la que hay que ofrecer, es nuestro abrigo el que hay que regalar a quien ha robado nuestro manto. Ahora bien, cuando es la mejilla del prójimo la que recibe una bofetada, lo que más nos corresponde es asumir el papel del león: no hacer nada mientras otros son lastimados es inconcebible y, con toda seguridad, indeseable. Dice Bacon que la venganza es una forma de justicia salvaje, que sus sentencias son dictadas por un juez desquiciado y que, en el proceso de nuestro altercado, somos incapaces de percibir verdad alguna y de actuar con la más elemental sabiduría; no obstante durante el altercado del prójimo podemos –y debemos– ser más arrojados. La felicidad de una persona es tan sagrada como la de otra y, ya que no podemos defender a ambas, entonces defendamos a una con un corazón resuelto. Solo en la medida en que podemos hacer esto es lícito que interfiramos con los otros: la defensa de B es el único fundamento de nuestra acción contra A. A tiene tanto derecho de irse al demonio como nosotros de alcanzar la gloria y la verdad es que ninguno de los dos sabe realmente lo que hace.

Todas estas intervenciones y denuncias, todas estas combativas negociaciones con verdades a medias, aunque puedan ser a veces necesarias, aunque a menudo se disfruten, corresponden a un grado inferior del deber. La ira, la envidia y la venganza encuentran en esto un arsenal de disfraces piadosos: es el patio de recreo de los deseos invertidos. En casi todos los casos se podría hallar una forma más sabia de proceder si tan solo se contara con un poco de paciencia, si se tuviera menos ira. Ese nudo que cortamos de golpe con una vehemente escena de pleito en la vida privada o, en los asuntos públicos, con una denuncia contra lo que damos en llamar “los vicios del prójimo”, es un nudo que pudimos, mejor, haber desatado con la paciente mano de la simpatía.

IV
En esta temporada volvemos la mirada atrás y consideramos el año que concluye: descubrimos entonces lo poco que nos hemos esforzado y lo pequeño de nuestros propósitos; descubrimos que demasiadas veces hemos sido cobardes y no asumimos alguna acción o que demasiadas veces, por el contrario, hemos sido temerarios y nos precipitamos hacia la acción; descubrimos cómo, en todo momento del día y cada día, transgredimos las leyes de la bondad. Parecerá una paradoja, pero bajo esto subyace cierto motivo de consuelo: la vida no está hecha para responder a la vanidad de un hombre; las más de las veces el hombre asume, cabizbajo, sus tediosas ocupaciones y suele hacerlo como un niño ciego. A pesar de las muchas recompensas y los muchos placeres que pueblan el mundo –la contemplación del amanecer, el surgimiento de la luna, el encuentro con un amigo, la hora de la comida cuando el hombre ya tiene hambre, lo llenan de dichas repentinas–, el mundo no es una morada siempre apacible. Las amistades se alejan, la salud se acaba, el hartazgo asedia; año con año debe el hombre repasar un listado (que casi nunca cambia) de sus debilidades y de su insensatez. Hay detrás de esto un benéfico proceso de distanciamiento: cuando llegue el día final, cuando llegue el momento en que tenga que partir, le quedarán pocas ilusiones de sí mismo. “Aquí yace alguien bien intencionado que se empeñó cuanto pudo y erró mucho”: ese será seguramente su epitafio y no debería avergonzarse de él. Tampoco se quejará cuando llegue el mandato que llama al soldado vencido a abandonar el campo de batalla; vencido, ¡ay!, si se tratara de Pablo o de Marco Aurelio, pero si en su viejo espíritu aún queda algo de espíritu de batalla, no estará sin honra. La fe que lo sostuvo, a pesar de la ceguera y de las decepciones, a lo largo de su vida, apenas se necesitará para esta última formalidad de deponer sus armas. Concédanle, pues, una marcha triunfal a sus huesos: allá va, despidiéndose de una tierra bañada de sol, despidiéndose del día y del polvo, despidiéndose también del éxtasis, ¡allá va otro Fracaso Fiel!

De un poemario recientemente publicado en el que se podrá encontrar más de un bello y vigoroso poema, he tomado las siguientes estrofas rememorativas; ellas pueden expresar mejor que mis propias palabras lo que me gusta creer; las transcribo aquí como una despedida:

La alondra rezagada canta en el silencioso cielo

y desde el occidente,

donde el Sol, concluida su labor del día,

se demora como si estuviera satisfecho,

se cierne sobre la vieja y gris ciudad

una presencia luminosa y serena,

una reluciente paz.

El humo asciende

entre brumas rosadas y doradas: las agujas

de la iglesia brillan y se transforman. En el valle

se alargan las sombras. La alondra continúa su canto y el Sol,

concluyendo su bendición,

se hunde mientras el aire se oscurece

y se estremece por la sensación de la noche triunfante:

la noche que ofrece su cadena de estrellas

y su generosa dádiva del sueño.

¡Que así sea mi partida!

Que, concluida mi tarea y consumado el largo día,

que, recogida la recompensa, haya en mi corazón

una alondra retrasada que canta;

que así me sea dado retirarme hacia el silencioso

[occidente,

un ocaso espléndido y sereno:

la Muerte.[

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Traducción de Juan Carlos Rodríguez Aguilar

Tomado de A book of verses, de William Ernest Henley, Londres, D. Nutt, 1888.

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(*) Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo, Escocia, 13 de noviembre de 1850 - Vaailima, cerca de Apia, Samoa, 03 de diciembre de 1894) fue un novelista, poeta y ensayista escocés. Stevenson, que padecía de tuberculosis, solo llegó a cumplir 44 años; sin embargo, su legado es una vasta obra que incluye crónicas de viaje, novelas de aventuras e históricas, así como lírica y ensayos. Se le conoce principalmente por ser el autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más clásicas de la literatura juvenil, La Isla del Tesoro, la novela histórica La Flecha Negra y la popular novela de horror El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde, dedicada al tema de los fenómenos de la personalidad escindida, y que pueden ser leída como novela psicológica de horror. Varias de sus novelas continúan siendo muy famosas y algunas de ellas han sido varias veces llevadas al cine en el Siglo XX, en parte adaptadas para niños. Fue importante también su obra ensayística, breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias. Fue muy apreciado en su tiempo y siguió siéndolo después de su muerte. Tuvo continuidad en autores como Joseph Conrad, Graham Greene, G.K. Chesterton, H.G. Wells y los argentinos Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Durante sus últimos años de vida en Samoa, Robert Louis Stevenson rezaba todas las noches en el amplio vestíbulo de su casa de Vailima, al pie del monte Vaea donde actualmente yace para siempre. Acompañado por su familia y los nativos que tanto admiraban su capacidad para contar historias, el rito diario se abría con la lectura de un capítulo de la Biblia samoana. Después, el propio Stevenson decía una oración que solía extraer de un librito donde apuntaba fórmulas para pedir por los amigos o para agradecer la proximidad de la lluvia. Era su modo de manifestar su gratitud y alegría por el simple hecho de vivir, porque como había escrito en Sermón de Navidad antes de partir hacia los mares del sur, «la cordialidad y la alegría deben preceder a cualquier norma ética: son obligaciones incondicionales».